lunes, junio 29, 2015

VENEZUELA: EL CARTEL DEL SIGLO XXI.


Hace pocos días, con aparente retraso, el mandamás de la Asamblea Nacional venezolana, Diosdado Cabello, hizo que un tribunal  de su país emitiese una resolución judicial aplicando medidas cautelares draconianas contra 22 periodistas y ejecutivos de los medios de comunicación independientes que quedan allí. Entre otros, los directores de El Nacional, Tal Cual y La Patilla fueron objeto de una orden de arraigo relacionada con una demanda interpuesta por Cabello, que los acusa de difamarlo al haber reproducido una información del diario español ABC sobre las investigaciones que se le siguen al jefe de la Asamblea Nacional venezolana por narcotráfico en la Fiscalía de Nueva York.
A pesar de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya ha sentado jurisprudencia respecto del derecho que asiste a un medio a reproducir noticias de interés provenientes de otros medios, la instrumental judicatura venezolana actuó sin titubear. No se entendía bien la oportunidad de esta resolución. Habían pasado más de tres meses desde la publicación del diario ABC, que recogía el testimonio de Leamsy Salazar, ex jefe de seguridad de Cabello y hoy colaborador de la fiscalía norteamericana, sobre los nexos de su antiguo jefe con el narcotráfico.
Ahora, está todo mucho más claro. Lo que en realidad Diosdado Cabello estaba haciendo no era un acto punitivo sino preventivo, pues se adelantaba a una nueva publicación que estaba por ver la luz, esta más demoledora por venir directamente de Estados Unidos y estar basada en varios testimonios del interior del gobierno y de la fiscalía. Se trata del largo reportaje investigativo aparecido en el Wall Street Journal el martes pasado en el que se confirma que el sistema de justicia tiene muy avanzadas las pesquisas sobre el nexo que ata al chavismo con el tráfico de estupefacientes.
La magnitud del caso y lo detallado de la información redujeron a manotazo de ahogado las medidas cautelares contra los medios de comunicación: resultó imposible para Nicolás Maduro y Diosdado Cabello impedir que el golpe político hiciera blanco en Venezuela. La mejor prueba es la reacción del gobierno, que de inmediato movilizó una gran campaña de solidaridad con el presidente de la Asamblea Nacional. Mientras que Cabello se declaraba “irreductible” y denunciaba un ataque “contra la patria” por parte de Estados Unidos, Maduro sentenciaba: “Diosdado somos todos”. Para él, todo es culpa del “eje Bogotá-Madrid-Miami” que conspira contra la revolución chavista.
Una lectura más sosegada de los hechos sugiere que, independientemente del partido político que el chavismo le pretenda sacar a este “ataque” imperialista, el proceso investigativo ha alcanzado ya dimensiones muy importantes que tendrán consecuencias. Lo detallada que es la información que incrimina al régimen venezolano y su alta jerarquía, lo profusos que son los testimonios y lo abarcador que es el radio de investigación implican que vendrán imputaciones graves y amplias, y que ellas tenderán un cerco internacional  para quienes mandan hoy en Venezuela. Ese cerco implica, entre otras cosas, elevarle exponencialmente el costo a cualquier gobierno latinoamericano que desatienda las decisiones y solicitudes que emita la judicatura estadounidense en relación con funcionarios a los que solíamos ver hasta hace poco paseando por la región entre aplausos impunes. También por cierto se lo eleva a la OEA, de deplorable actuación en el caso venezolano.     
Una buena medida de lo grave que es todo esto lo dan los precedentes cubanos. Cuando empezó a conocerse en el exterior la conexión entre los militares castristas y el narcotráfico a finales de los años 80, la dictadura cubana, que en aquel momento era mucho más sólida de lo que es hoy la venezolana, se vio en peligro. Para protegerse, ejecutó, al estilo estalinista, una purga política que llevó hasta las últimas conse- cuencias, procesando a militares que habían sido héroes de las intervenciones del castrismo en Etiopía y Angola y fusilándolos. Así fue como en 1989 acabaron fusilados el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia, que hasta hacía poco operaban en estrecha colaboración con el ministerio que controlaba un hombre del círculo de Fidel Castro.  Era la forma en que el castrismo se curaba en salud ante las consecuencias de que fuera conocido el modus operandi de la colaboración entre la Revolución y el Cartel de Medellín, mediante la cual Cuba obtenía dólares muy necesarios.
Otro precedente es Manuel Antonio Noruega, el sátrapa panameño que terminó preso en Miami (décadas después fue trasladado a su país, donde sigue recluido). Ex colaborador de la CIA, Noriega se desplazó ideológicamente hacia la izquierda y asumió la bandera antiimperialista a medida que hizo del narcotráfico su negocio personal desde el poder. En ese caso la consecuencia de su vinculación con el tráfico de drogas fue extrema, pues George Bush padre ordenó una invasión de Panamá y su captura. Ocurrió a finales de 1989, el mismo año del fusilamiento de Ochoa, De la Guardia y compañía en Cuba.
No existe la menor posibilidad de que Barack Obama o su sucesor(a) invada Venezuela. Tampoco está claro si la justicia estadounidense va a hacer públicas las imputaciones contra Cabello y los demás funcionarios y militares de alto nivel o si, como ha ocurrido muchas veces en procesos de este tipo, las mantendrá selladas hasta lograr las capturas de las personas involucradas. Tampoco es seguro que Obama quiera desde la Casa Blanca acompañar con una acción política de alto perfil el accionar de la judicatura de su país, que opera al margen de las decisiones de política exterior. Pero aun si Obama quiere evitar un enfrentamiento tan gordo con Maduro y Cabello y se desentiende del proceso judicial en la esfera política, el sistema de justicia norteamericano seguirá procediendo como lo haría en cualquier otro caso. Esa dinámica está por completa fuera del alcance de la Casa Blanca.
Hay una consideración adicional: el proceso electoral estadounidense, que ya está en marcha, obliga a todos los actores a actuar en función de los votantes. Ningún político, demócrata o republicano, podrá actuar con contemplación alguna de cara a Venezuela con imputaciones y órdenes de captura de por medio en perjuicio de la alta jerarquía venezolana. Para no hablar de que el Congreso lo controlan los republicanos, duros críticos del chavismo, y de que el próximo presidente podría ser un republicano o una Hillary Clinton que ha tenido siempre expresiones implacables contra Caracas.
La conclusión a la que han llegado las fuentes oficiales que hablaron con el Wall Street Journal es contundente: el gobierno “ha convertido a Venezuela en un hub para el tráfico de cocaína y el lavado de dinero”. Las investigaciones de la DEA y las fiscalías de Nueva York y Miami incluyen testimonios de narcotraficantes colombianos y venezolanos, ex funcionarios y ex militares del propio chavismo, e informaciones surgidas de otros procesos que por casualidad dieron abundantes pistas sobre lo que sucedía en Venezuela. Es el caso del proceso contra la organización de Luis Frank Tello, por ejemplo: investigándolo, los fiscales de Brooklyn se toparon con informaciones que no esperaban sobre envíos de droga colombiana desde puertos venezolanos, especialmente el de Maracaibo, con la connivencia de autoridades de Venezuela.
Aunque la espectacularidad de las informaciones sobre Cabello y el llamado “Cartel de los Soles”, nombre con el que se conoce a los militares que se dedican al narcotráfico en Venezuela, es reciente, los indicios vienen de muy atrás. La primera vez que se habla públicamente de “Los Soles” (referencia a las insignias que se colocan estos oficiales) es en la primera mitad de los años 90. En Colombia, donde había mucha indignación por la colaboración del chavismo con la narcoguerrilla terrorista de las Farc, surgieron las primeras pruebas. Precisamente porque la DEA obtuvo entre finales de los 80 y comienzos de los 90 nuevas informaciones que confirmaban el vínculo, Hugo Chávez expulsó a esta entidad estadounidense en 2005. Apenas tres años más tarde el Departamento del Tesoro congeló los activos de funcionarios del chavismo en Estados Unidos a los que vinculaba con el narcotráfico o el lavado de dinero. Entre ellos, Hugo Carvajal, el ex jefe de Inteligencia, y Henry Rangel, que sería nombrado ministro de Defensa por Chávez. Se trata, por cierto, del mismo Carvajal que fue arrestado en Aruba el año pasado en cumplimiento de una orden de arresto proveniente de Estados Unidos pero al que las autoridades holandesas decidieron, bajo amenaza de represalias de Caracas, devolver a Venezuela en lugar de extraditarlo.
En lo inmediato, Maduro y Cabello, que se necesitan, actuarán con espíritu de cuerpo y tratarán de hacerse fuertes internamente utilizando argumentos antiimperialistas. Pero este proceso no ha hecho sino comenzar y a mediano plazo las consecuencias internacionales serán demasiado serias para no tener un efecto interno de algún tipo. El hecho de que, a medida que la crisis económica ha reducido las oportunidades para la corrupción, al menos entre funcionarios de segundo nivel, haya aumentado el número de desertores y personas dispuestas a colaborar con las investigaciones estadounidenses es un indicador de la descomposición creciente. Esta descomposición podría agravarse a medida que esa crisis se profundice y que el cerco internacional se estreche. A los venezolanos no se les escapa, además, el hecho de que mientras su gobierno está acusado de narcotráfico Cuba, su principal aliado, vive un idilio con Washington.
La oposición no puede en lo inmediato hacer mucho pero sabe que el tiempo juega a su favor. Acaba de celebrar elecciones primarias de cara a las elecciones parlamentarias de fin de año. Es una buena ocasión para que los reflectores alumbren la farsesca puesta en escena que es allí todo proceso electoral desde hace algún tiempo. Incumpliendo su obligación, el gobierno se ha negado durante meses a fijar la fecha exacta, jugando incluso con la opción de no convocar los comicios.  Además, ha anunciado modificaciones para asegurarse de que, aun estando en minoría en el voto popular, pueda seguir controlando la Asamblea Nacional, exactamente como sucedió en 2010, cuando la oposición obtuvo la victoria en las elecciones parlamentarias pero acabó con una minoría de escaños.
Sin embargo, en un escenario de tanta orfandad internacional, será cada vez más costoso para Maduro burlar la voluntad popular, especialmente en un grado tan extremo como el que será necesario esta vez. Es algo que también tendrá un alto costo de cara a una población crecientemente indignada y consciente de que su gobierno está hoy acusado de ser una mafia dedicada al tráfico de drogas.
Alvaro Vargas Llosa.

sábado, junio 27, 2015

LA VÍA VIOLENTA.


La izquierda contextualiza la violencia (también la delincuencia) e inevitablemente a través de la historia ha convertido a los victimarios en víctimas, encontrando siempre justificaciones para sus acciones.

Los últimos meses han estado particularmente cargados de violencia en Chile. Tomas de facultades universitarias y liceos; el asesinato de dos jóvenes que pintaban un muro en Valparaíso; barricadas de madrugada; golpes a militantes de la UDI a la salida de un tribunal; la violenta huelga de sindicatos de Transantiago; muerte, quemas y tomas en La Araucanía; insultos entre automovilistas, empujones en el Metro, acoso en redes sociales; asaltos brutales. Y un interminable etcétera.
Identifico tres momentos estelares para la violencia en los últimos años, a partir de los cuales se cambiaron las reglas del diálogo social y se corrió el cerco entre lo aceptable y lo repudiable.
El primer momento: la campaña -inédita en democracia- desplegada por la izquierda a partir de 2010 para desacreditar la investigación de la Fiscalía por el Caso Bombas, acusándola de montaje y ejerciendo tal presión sobre los tribunales de Justicia que, finalmente, fallaron a favor de la impunidad y liberaron a los imputados. Fue tan odiosa la campaña que la Concertación constituyó una comisión investigadora en la Cámara de Diputados, no para que los legisladores estudiaran cómo funcionan las leyes sobre terrorismo en Chile respecto del mundo, sino para perseguir a los fiscales que simplemente hacían su pega.
El diputado Osvaldo Andrade, entonces presidente del PS, no terminaba de decir que “Chile no resiste más montajes”, tras la liberación de diez imputados en junio de 2012, cuando 16 meses después eran detenidos en España los chilenos Francisco Solar y Mónica Caballero como presuntos autores de la instalación de una bomba en una iglesia de Zaragoza. Y adivine: ambos habían estado un año antes entre los imputados por el Caso Bombas, respecto del cual se había acusado con escándalo un montaje. Todavía están en una prisión en Asturias, a la espera del juicio, porque España aprendió duras lecciones con el terrorismo y no está ni para eufemismos, ni para lujitos bajo ningún pretexto que proteja a quienes han violentado la paz de una mayoría.
El segundo momento estelar para la violencia: la toma del Senado en Santiago, el 20 de octubre de 2011, por un grupo de activistas que exigían “plebiscito nacional”, en plena sesión de la Comisión de Educación. Tras el primer shockpúblico que produjo la toma, una hora después vino el segundo: un acto inadmisible para cualquiera de las democracias a las que aspiramos parecernos y sin justificación alguna, era amparado por el entonces presidente del Senado, Guido Girardi, quien se negaba a que Carabineros desalojara y se disponía a “dialogar” con los violentistas.
Ese es, a mi juicio, un momento clave, cuando la segunda autoridad de la República eleva la violencia a una categoría de expresión política admisible, tan legítima como levantar una candidatura, mandar una carta al diario o marchar. Poco después, la alcaldesa de Santiago, Carolina Tohá, respaldaba que fueran los alumnos del Instituto Nacional quienes decidieran si tomarse o no el recinto, bajo la única condición de que la decisión fuera “democrática” (como si detener la marcha del calendario escolar de uno de los colegios más importantes de la historia de nuestro país y apropiarse de un bien público fueran materias que legítimamente pueden decidirse en una asamblea, liderada, además, por adolescentes).
Un tercer momento estelar: el rechazo de la “Nueva Mayoría”, entonces en la oposición, al proyecto que sancionaba a los encapuchados en las marchas y facilitaba el trabajo de las policías, precisamente para que los manifestantes pacíficos pudieran expresarse con total libertad y seguridad. Todos los parlamentarios DC y de izquierda bloquearon en la Cámara y en el Senado la iniciativa –entre ellos los actuales ministros del Interior, Trabajo, Segegob y Defensa-, impidiendo su aprobación, con argumentos que fueron desde majaderías técnicas (los más moderados, avergonzados probablemente por verse en la obligación de votar contra el sentido común), hasta el clásico discurso del Estado represor y una idea muy confusa sobre el derecho a la “protesta social”, respecto de la cual prácticamente no admiten límites, ni ejercicio de autoridad.
Vamos a ser francos, porque los tiempos no están para rodeos. Un importante sector del oficialismo ha amparado antes y ahora la violencia como método de acción política y expresión de descontento. El gobierno dio una potente señal en su segundo día de mandato, cuando el ex ministro Peñailillo aseguró que la Presidenta Bachelet no invocaría jamás la Ley Antiterrorista. Peor todavía, quien entonces estaba a cargo de la seguridad interior del Estado, calificaba desde La Moneda a la extrema violencia en el sur como un “conflicto social” y no como lo que es: la acción concertada para cometer crímenes cobardes contra las personas, contra la propiedad privada y contra la paz social.
La izquierda contextualiza la violencia (también la delincuencia) e inevitablemente a través de la historia ha convertido a los victimarios en víctimas, encontrando siempre justificaciones para sus acciones: la mera existencia de la UDI (por eso los golpes a sus militantes), los derechos ancestrales de los pueblos originarios (por eso las muertes, tomas y quemas en La Araucanía); la gratuidad, el fin al lucro y todos los slogans que se han acuñado en torno a la educación (por eso la destrucción de colegios en toma, el paro por casi un mes de profesores y los piedrazos contra un carabinero hasta dejarlo ciego).

Isabel Plá, Fundación Avanza Chile.
Fuente: ellibero.cl

jueves, junio 25, 2015

DELITOS DE LESA HUMANIDAD, IMPRESCRIPTIBILIDAD Y PROYECTO DE REFORMA CONSTITUCIONAL.


El día 10 de diciembre de 2014 fue ingresado al Congreso Nacional un mensaje de la Presidente de la República con un proyecto de reforma constitucional que agrega, en el numeral 3° del artículo 19 de la Constitución Política de la República, el siguiente inciso final: “Son imprescriptibles e inamnistiables los crímenes y delitos de guerra, lesa humanidad y genocidio, cualquiera sea la fecha en que se hayan cometido. Asimismo, no se podrá conceder indulto o cualquier otro beneficio alternativo, penitenciario o de cualquier naturaleza, que importe reducción o sustitución de las condenas privativas de libertad que se puedan imponer a los autores de estos crímenes y delitos” (boletín 9748-07).
Al respecto, debemos señalar que ya existe en Chile una ley que declara imprescriptibles los delitos de lesa humanidad. Es la número 20.357 –que tipifica crímenes de lesa humanidad y genocidio y crímenes y delitos de guerra, publicada el 18 de julio de 2009– que en su artículo 40 señala: “La acción penal y la pena de los delitos previstos en esta ley no prescriben”.
La categoría de lesa humanidad, para calificar ciertos delitos, no existía en nuestro orden jurídico penal antes del año 2009, razón por la que en virtud del principio de legalidad no pueden ser calificados como “delitos de lesa humanidad” hechos ocurridos con anterioridad a dicho año. Este principio establece que solamente la ley puede crear figuras delictivas y determinar sus penas, y que los hechos imputados solo pueden sancionarse como determinados delitos siempre que hayan sido establecidos con anterioridad a la época en que ocurren (no hay delito ni pena sin ley previa).
El principio de legalidad –que se expresa normalmente en la frase latina nullum crimen, nulla poena sine praevia lege y sus exigencias de lex previa, lex certa, lex scripta y lex stricta– ha sido adoptado por los convenios y declaraciones más importantes de la humanidad y está recogido en los incisos 8 y 9 del artículo 19 Nº 3 de nuestra Constitución Política, que señalan: Inc. 8. Ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado. Inc. 9.“Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Este principio implica la prohibición de dotar a la ley penal de efectos retroactivos; solo se admite la retroactividad para el caso de que la ley penal otorgue un tratamiento más benigno al hecho incriminado.
Este principio tiene una primacía absoluta y no existe norma alguna, ni de derecho interno ni de derecho internacional, que pueda pasar por encima de él. Su importancia es tal que –de acuerdo con lo establecido en tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes– no puede suspenderse por motivo alguno, ni siquiera en caso de guerra, de peligro público o de otra emergencia que amenace la independencia o seguridad del Estado u otras situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la nación. En virtud de lo anterior, podemos decir que el principio de legalidad tiene la naturaleza de un derecho de la persona humana y que es la norma o exigencia de ius cogens en que descansa el derecho penal de las naciones civilizadas.
Ahora bien, si ya existe una ley al respecto: ¿cuál es la necesidad de darle rango constitucional al precitado precepto legal?
Pensamos que la razón para ello es la vana pretensión de soslayar el principio de legalidad y el de irretroactividad de la ley penal más gravosa que le es consustancial, mediante el ardid de establecer que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles “cualquiera sea la fecha en que se hayan cometido”.
En definitiva, lo que se pretende con esta norma es poder aplicársela retroactivamente a los militares y carabineros actualmente procesados y a los miles que –en la actual vorágine persecutoria y de sanciones sin freno– están en vías de ser sometidos a proceso. Por otra parte, este proyecto de reforma constitucional pretende evitar que algún juez, aquejado por un eventual “ataque de cordura”, decida aplicar rectamente la Constitución y las leyes.
En todo caso la eventual entrada en vigor de la referida norma, lo que constituiría un verdadero salvajismo jurídico, obligaría a los jueces a continuar realizando interpretaciones legales torcidas, engañosas y artificiosas y a seguir cometiendo el delito de prevaricación –en el que incurren al no aplicar leyes expresas y vigentes– para calificar hechos ocurridos hace más de cuarenta años, constitutivos de delitos comunes, como “delitos de lesa humanidad” y así poder condenar a los militares por hechos que están absolutamente prescritos de acuerdo con lo que dispone nuestro ordenamiento jurídico.
Evidentemente, es un atropello brutal al principio de legalidad calificar hechos ocurridos hace más de cuarenta años como “delitos de lesa humanidad”, sobre la base de supuestas normas de la costumbre internacional o deius cogens, de la “conciencia jurídica universal”, de tratados internacionales no ratificados por Chile y que no se encuentran vigentes o que no se encontraban vigentes en la época en que ocurrieron los supuestos hechos delictivos, o de consideraciones incluidas en sentencias dictadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Por otra parte, los hechos que se les imputan a los militares no cumplen con el requisito del tipo penal para ser calificados como de lesa humanidad, que exige que los actos constitutivos de delito sean cometidos “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil”. Los delitos de lesa humanidad se cometen únicamente contra una población civil. Los terroristas y guerrilleros urbanos o rurales –que llevaban a cabo una cruenta guerra subversiva o lucha armada revolucionaria– no eran “población civil”, sino que combatientes de un “ejército irregular” vestidos de civil, lo que es muy diferente.
Por último, los jueces tendrían que inventar nuevas argucias para soslayar el principio de favorabilidad –o de la primacía de la norma más benigna para el imputado–, que está consagrado en diversos tratados sobre derechos humanos. Al comparar la ley vigente en el momento de comisión del hecho delictivo, con aquella que rige en el momento del juicio, se debe aplicar la ley más favorable para el imputado. Y la ley más benigna es la 20.357 precitada, que en su artículo 44 establece: “Los hechos de que trata esta ley, cometidos con anterioridad a su promulgación, continuarán rigiéndose por la normativa vigente a ese momento. En consecuencia, las disposiciones de la presente ley sólo serán aplicables a hechos cuyo principio de ejecución sea posterior a su entrada en vigencia”. Es decir, la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad solo será aplicable a hechos cuyo principio de ejecución sea posterior al 18 de julio de 2009.

Adolfo Paúl Latorre.

martes, junio 23, 2015

EL OTRO FERRARI CHOCADO.


Roberto Ampuero: "Desde el "dejémonos de leseras" como reacción ante una legítima inquietud de la mayoría, Chile ya no es el mismo. Hay frases que marcan un antes y un después en una administración. Y esa es una de ellas... "

Manejando bajo los efectos del alcohol, Arturo Vidal puso esta semana en peligro a terceros, y chocó y destruyó su Ferrari, con lo que desató un debate. El caso convirtió al fútbol en metáfora de la política, pues, con el proceso de reformas estructurales, la Presidenta ha estrellado, a mi juicio, otro Ferrari, uno mucho más valioso: Chile. Guardando las proporciones, en el contexto de América Latina, el Tercer Mundo y varios países de Europa oriental, Chile era hasta hace poco una suerte de Ferrari. No uno impecable, desde luego, pero sí uno que muchos celebraban, imitaban o deseaban tener.

Para el azoro de quienes siguen corriendo, nuestro vehículo está hoy en panne a un costado de la carretera. El auto, que ocupó por decenios un sitial de avanzada, al descollar en categorías como reducción de la pobreza, aumento de la clase media, empleo, consumo, prosperidad, integración al mercado mundial, ingreso per cápita, diversificación exportadora, calidad de vida, transparencia, democracia y libertad, devino bajo Bachelet en un pálido reflejo de lo que fue.

A pesar de haber sido manejado por distinguidos pilotos, como el prudente Aylwin, el pragmático Frei Ruiz-Tagle, el conciliador Lagos o el enérgico Piñera, el auto ya no corre. ¿Por qué? Mecánicos teóricos e incompetentes, bajo la batuta de una conductora que en el pasado no lo hizo mal, metieron mano al motor y hasta ahí llegamos. Del admirado coche solo queda hoy el encabritado caballo de su escudo.

No era un Ferrari italiano, sino uno modesto, pero con innegable caché. En los setenta manejábamos apenas una "chancha" o una Citrola, nada comparable con los Torino que construían allende los Andes. Entonces éramos un grisáceo país regional, no el "agrandado" que fuimos hasta que descoyuntaron el motor. Nuestro coche fue construido entre muchos y a lo largo de decenios, y corría seguro, y si bien necesitaba ajustes y reparaciones, no merecía el desmontaje completo ni el injerto de piezas de modelos fallidos.

Pues aquí estamos ahora, a la vera del camino, viendo cómo otros nos pasan. Los problemas del vehículo nos inquietan: economía en declive, inversión estancada, delincuencia en alza, empleo a la baja, reformas a toda vela, brotes de anarquía, falta de liderazgo, disputas gubernamentales, crisis de confianza, improvisación. Y como si no bastara: acefalía en el Ministerio Secretaría General de la Presidencia, Servicio de Impuestos Internos, Contraloría General de la República y embajada en Argentina, por mencionar algunos casos.

Y eso no es todo. La piloto de nuestro carro averiado exhibe problemas de estilo en la conducción: la tendencia al "secretismo", que condena su propia escudería, y el empleo de un lenguaje inusual en la tradición de los pilotos criollos. Ejemplo: cuando descalifica a quienes expresan agobio por la impericia o morosidad con que llena cargos clave de la república. Con "dejémonos de leseras" -indeleble como el "paso" de su época como candidata-, la piloto cruzó el fino deslinde que acota las formas dentro de la sociedad democrática, el trato a los ciudadanos y el ejercicio de su alta investidura.

Cada gobierno lega al país, a través de sus líderes, un lenguaje que perdura. Los regímenes autoritarios dejan un léxico áspero, agresivo, y los gobiernos democráticos, uno que puede ir de la exquisitez a la ordinariez. Los gobiernos deben cuidar su estilo, porque expresa su alma y adquiere una función educativa en la sociedad. Desde el "dejémonos de leseras" como reacción ante una legítima inquietud de la mayoría, Chile ya no es el mismo. Hay frases que marcan un antes y un después en una administración. Y esa es una de ellas.

En fin. Aquí estamos, aguardando ver cómo la autoridad repara nuestro hasta hace poco celebrado vehículo. Quisiera que esto fuera un mal sueño, como debe quererlo el "Rey Arturo" cada vez que ve las fotos de los restos de su Ferrari. Una grúa remolcó ya su auto. El nuestro, en cambio, continúa detenido a la vera del camino. Y eso sí que no es lesera.

Roberto Ampuero

domingo, junio 21, 2015

LA LESERA DE BACHELET.


"Si en Chile existiese un régimen parlamentario, la solución a la crisis actual habría sido la caída del gobierno... "

La Presidenta no está cómoda. De eso pocas dudas caben. Su mayor activo, la empatía, ha quedado de lado y hoy se la ve angustiada. Sus apariciones públicas se han reducido al mínimo y esta semana no fue capaz de controlar sus emociones. Cuando los periodistas apostados en la entrada de La Moneda hicieron la pregunta obvia, ¿cuándo habrá ministro?, la Presidenta no dio más y estalló en el reproche: "terminemos con la lesera".

La salida de madre de la Presidenta probablemente se explica en que lo está pasando mal. Pero sus declaraciones no son más que una anécdota. El verdadero problema de Bachelet no es la demora en encontrar un ministro, aunque obviamente ello suene mal en cualquier país del mundo.

La verdadera lesera de Bachelet es la inacción a la que ha llegado su gobierno, lo que se ha traducido en una popularidad que puede terminar siendo -pese a que no existan los registros- en una de las más bajas de la historia de Chile.

Paradójicamente en estos últimos años la política chilena tiene un cierto parecido con la política francesa. En Francia después de Sarkozy vino Hollande, con un discurso propio de la vieja utopía de izquierda. En Chile después de Piñera vino Bachelet, con un discurso propio de la vieja utopía de izquierda. Transcurrido un año de mandato, la popularidad de Hollande se desplomó. Transcurrido un año de mandato, la popularidad de Bachelet se desplomó. Ante la necesidad de dar un golpe de timón, en Francia se nominó a un moderado de Premier, Manuel Valls, y a un liberal y ex banquero de inversión a cargo de Hacienda (Emmanuel Macron). Ante la necesidad de dar un golpe de timón, en Chile se nominó a un moderado de "premier", Jorge Burgos, y a un liberal y ex banquero de inversión a cargo de Hacienda (Rodrigo Valdés).

Hasta ahí el guión de Chile y Francia son muy parecidos. Pero después la cosa cambia. Al menos hasta ahora. Mientras la dupla Valls-Macron rompió con la utopía de la vieja izquierda francesa y emprendió una reforma liberalizadora (Valls llegó a decir que "amaba a la empresa" y Macron a cuestionar los altos impuestos que pagan los franceses), la dupla Burgos-Valdés, transcurridos 40 días de ejercicio, parece no querer incomodar a los suyos. Si bien sus declaraciones son mejores que las de sus antecesores, su actuación es día a día más descafeinada.

Por su parte, Bachelet -a diferencia de Hollande- no ha querido claudicar la utopía del cambiarlo todo. Se profundiza la reforma laboral, se sigue adelante con el mamarracho tributario, retroexcavadora a la educación, banderas de nueva Constitución. Cambiaron los actores pero el libreto sigue igual.

Cada vez parece más claro que Bachelet solo quiso ganar tiempo. Algo no tan distinto a lo que hizo Pinochet al llamar a Jarpa y a Luis Escobar Cerda en medio de su propia crisis. Pasar el temporal. Parecer que las cosas cambiarán sin que nada cambie.

Pero el temporal no ha pasado. Más bien se sigue incrementando.

En filosofía muchas veces se ha citado una vieja fábula del siglo XIV llamada "el asno de Buridan", que establece que un burro situado en medio -y a igual distancia- de dos baldes de agua, termina muriendo de sed al no decidirse por uno de los dos. Bachelet parece no decidirse si elegir el programa o un cambio de rumbo. Mientras tanto, flanqueada por Burgos y Valdés, la reserva de popularidad se está agotando.

Pepe Auth -uno de los políticos que ha dicho cosas más cuerdas durante esta crisis- señaló esta semana que los ministros deberán trabajar en crear identidad propia, ya que Bachelet no está en condiciones de empoderar a nadie. Pues bien, Burgos y Valdés deben crear urgente esa identidad, porque además tienen una ventaja: gozan de inmunidad. Sacarlos significaría una crisis política mayor, y por lo tanto deben usar ese activo para decir lo que realmente piensan y actuar conforme a ello.

Si en Chile existiese un régimen parlamentario, la solución a la crisis actual habría sido la caída del gobierno. Pero en un régimen presidencial no está contemplada esa salida, a menos que exista una renuncia, que sería signo evidente de una crisis mayúscula. Si se quiere evitar llegar a ella, Bachelet tendrá que tomar una decisión de cambio de rumbo. Si no lo hace ella, lo deberán hacer Burgos y Valdés. Pero lo que está claro es que así no se puede continuar. Definitivamente hay que "terminar con la lesera".


Francisco Javier Covarrubias.

viernes, junio 19, 2015

¿QUÉ LE PASA A CHILE?


Señor Director:

Los chilenos, y en el exterior, nos preguntamos, ¿qué le está pasando a Chile? Íbamos en la ruta correcta hacia el desarrollo. En el gobierno del Presidente Piñera, el país creció 5,3% promedio anual. Hoy, con la política económica de la Nueva Mayoría, el país ha crecido en estos dos años tan solo un promedio de 2,3%; por lejos, el más bajo desde 1990 (en los primeros dos años de cada administración).

El gobierno de la Nueva Mayoría ha planteado refundar el país. Ha cedido al populismo, prometiéndole a la ciudadanía mayor bienestar con las mismas reformas de una izquierda trasnochada y escudándose en un famoso "programa de gobierno" que dicen que todos los chilenos conocimos durante la campaña presidencial. ¿Y qué contiene ese programa? Más Estado; más parlamentarios; financiamiento a los partidos políticos con recursos de todos los chilenos; aumento de impuestos que terminan perjudicando a la clase media; reformas laborales que hacen más rígido el sistema, perjudicando a quienes todavía no tienen empleo; ataque a los empresarios y emprendedores; pretensiones de cambiar la recién aprobada Ley de Pesca, etcétera.

Todo esto ha generado pérdidas de confianza. El propio presidente del Banco Central, organismo autónomo y técnico, ha dicho: "Un elemento clave en esta tarea es que hogares y empresas recuperen la confianza en que el ambiente económico será el adecuado para el desarrollo de sus proyectos". Pero, ¿qué confianza puede entregar un gobierno que ha dicho que va a crear una nueva Constitución, y que cuando se le pregunta cómo lo hará, qué modificará, qué mantendrá, no sabe qué responder?

Por esta razón, el Banco Central en su proyección de crecimiento para 2015, bajó sus expectativas, del 3,5% proyectado en septiembre pasado al 2,8%.

Lo curioso es que gracias al modelo de desarrollo que tantos critican, Chile pudo entrar a la OCDE. Si cambiamos nuestro modelo de desarrollo, no solo no seguiremos mejorando en los rankings internacionales, sino que ni siquiera nos podremos mantener dentro de la OCDE.

Íbamos por el buen camino, y ahora estamos retrocediendo. Lo que nos pasó fue que nos "izquierdizamos".

Iván Moreira Barros
Senador UDI
Carta al Mercurio on line.

miércoles, junio 17, 2015

VENEZUELA NO RESPONDE.


Allí donde otros estarían preocupados de aclarar las cosas y desvirtuar las acusaciones, el Ejecutivo venezolano prefiere matar al mensajero.

Al final del día, las acciones de un gobierno dicen más que todos sus discursos.
Ante la información de que la agencia antidrogas norteamericana está investigando al presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Diosdado Cabello, por presuntos vínculos con un cartel de narcotráfico que operaría en complicidad con altos funcionarios chavistas, el gobierno no respondió con hechos que la desmientan, sino demandando a los directivos de tres medios que reprodujeron la noticia (publicada en un diario español). O sea, allí donde otros estarían preocupados de aclarar las cosas y desvirtuar las acusaciones, el Ejecutivo venezolano prefiere matar al mensajero.
Su forma de hacerlo también es decidora. Las distintas etapas del proceso judicial han sido anunciadas por el propio acusado —Cabello— en su cuenta de Twitter y en su programa de televisión, aun antes de que los demandados recibieran la notificación del tribunal y estando ya en efecto la orden que les prohíbe salir del país. Otro poderoso ejemplo —como el encarcelamiento de los opositores Antonio Ledezma y Leopoldo López— del descarnado uso político del Poder Judicial venezolano por parte del régimen, como han señalado diversos analistas, organismos internacionales y grupos defensores de los derechos humanos.
Para las autoridades bolivarianas, la investigación de la DEA es un nuevo ataque del imperialismo y la ultraderecha —con base en EE.UU., pero con activas sucursales en España, Colombia y la propia Venezuela, sostienen ellas— en contra del proyecto socialista construido en los últimos 16 años. Según el Tribunal Supremo de Justicia, las acusaciones de narcotráfico contra Cabello y otros militares constituyen “agresiones conspirativas contra el Estado venezolano”, mientras que el Presidente Nicolás Maduro advirtió que “vamos a defender a Diosdado como defendimos a nuestro país el mes de marzo del ataque de Estados Unidos”. La Asamblea Nacional, de mayoría oficialista, acuñó una consigna de lucha: “Diosdado no está solo, Diosdado somos todos”.
Eduardo Galeano, comentó hace poco Álvaro Vargas Llosa, “era capaz de ver un acto antiimperialista en un regate de Messi cuando escribía de fútbol”. En forma análoga, el gobierno de Nicolás Maduro es capaz de ver un complot imperialista en cualquier cosa que no sea de su agrado, pero allí donde el periodista uruguayo se movía por obcecación ideológica, el régimen venezolano actúa por necesidad práctica: a estas alturas del experimento revolucionario chavista, el argumento de una gigantesca conspiración internacional de fuerzas ocultas es el único que le va quedando para explicar sus sonoros fracasos en toda la línea (récord de inflación, inseguridad, corrupción, riesgo país, devaluación cambiaria, desabastecimiento, desinversión, importación de alimentos, erosión de la base productiva, polarización política, gasto fiscal improductivo, baja producción de petróleo, etc.).
En realidad, son las características institucionales del proceso bolivariano a lo largo de década y media, más que la hostilidad de Washington, las que contribuyen a hacer verosímiles las acusaciones de narcotráfico contra funcionarios de alto nivel, especialmente los vinculados a la Fuerza Armada Bolivariana, como Cabello, un ex militar que acompañó a Hugo Chávez en la fallida intentona golpista que lo catapultó a la primera línea de la política en 1992.
La gran cantidad de uniformados de rango medio y alto, tanto activos como en retiro, que desempeñan funciones administrativas y políticas en todos los niveles del Estado, incluyendo cargos de elección popular en alcaldías y gobernaciones, no están allí en primer lugar por sus competencias, sino por su lealtad política con el chavismo. Esta politización de las FF.AA., de por sí perniciosa, se une a la incapacidad estatal para combatir las distintas actividades que ofrecen espacios a la corrupción, como las operaciones cambiarias ilícitas (hay cuatro tipos de cambio), el contrabando de alimentos (fruto de la escasez) y la venta clandestina de gasolina (por cierre de las refinerías), todas ellas derivadas de una política económica gubernamental que ha distorsionado el funcionamiento normal del libre mercado. El narcotráfico es sólo uno más de los delitos que, en un contexto de instituciones policiales y judiciales demasiado débiles para ponerles coto, aprovechan los incentivos para la corrupción que ello ofrece a funcionarios públicos que no están sujetos a mecanismos efectivos de supervisión y control.
Nada de esto implica necesariamente que sean ciertas las acusaciones contra Cabello y otros, pero sin duda enfatiza la importancia —y la urgencia— de que Venezuela entregue una respuesta ponderada que ayude a sosegar las sospechas, en lugar de reacciones destempladas y democráticamente cuestionables que sólo sirven para echarle más leña al fuego.
Como en otras situaciones, la tendencia de los países de la región ha sido solidarizar con el gobierno de Maduro, antes que pedirle aclaraciones. Pero aquí no se trata de condenar de antemano a quienes están siendo investigados por la DEA, sino de acabar con el doble estándar regional que aplica a todo lo que huela a cuestionamiento del chavismo, una actitud que el Palacio de Miraflores ha utilizado, precisamente, para situarse por encima de cualquier crítica, por justificada que sea.

Marcel Oppliger, periodista y autor de “La revolución fallida: Un viaje a la Venezuela de Hugo Chávez”

lunes, junio 15, 2015

HORRORES DEL SOCIALISMO: LA HAMBRUNA DE 1932 - 33.



¿Cómo es posible que en un lapso de seis meses, en la región agrícola más rica del imperio más extenso del mundo, y en pleno siglo XX, más de seis millones de personas mueran de hambre?
En 1928 la máxima autoridad de la Unión Soviética, Iósif Stalin, termina laNueva Política Económica (NEP) e inicia una planificación centralizada total mediante “planes quinquenales”. El primero de estos consistió en la re-estatización de la economía, especialmente la agricultura, y el desarrollo de la industria, área que al quedar bajo control estatal había quedado rezagada. En 1929 comenzó la expropiación de los campos o “kulaks” que el gobierno de Lenin, al implementar la NEP, había concedido a los agricultores a cambio un impuesto en especie que consistía en ceder al Estado una cantidad de materia prima agrícola, pudiendo vender en el mercado los productos sobrantes. Con este incentivo la producción agrícola, que había disminuido drásticamente en los primeros años del régimen, se recuperó llegando a superar los niveles previos a la Revolución. Pero la planificación de Stalin estableció el reemplazo de los kulaks por unidades agrícolas llamadas “koljozes”, de propiedad estatal, cuya producción debía ser, una parte, entregada al Estado; otra, destinada a la siembra; otra, a la alimentación de los animales; y un resto podía ser retenida por las familias campesinas para su consumo.
Los agricultores (también llamados kulaks) se opusieron a la colectivización. En Ucrania, a lo anterior se sumó un creciente sentimiento nacionalista de su población, lo cual era especialmente sensible porque se trataba de una importante región agrícola de la cual se esperaba un gran aporte de alimentos para el Estado. Para acabar con la resistencia, a fines de 1929 Stalin decretó la liquidación de los kulaks, en virtud de la cual todos los propietarios agrícolas debían ser clasificados en tres categorías: “los involucrados en actividades contrarrevolucionarias”, quienes debían ser detenidos y trasladados a campos de trabajo o ejecutados en caso de resistencia, sus familias y sus bienes confiscados; “los que manifestaran una oposición menos activa”, quienes debían ser detenidos y deportados con sus familias a regiones apartadas; y “los leales al régimen”, quienes debían ser instalados fuera de las zonas colectivizadas.
Para llevar a cabo la “deskulakización” de los campos y requisar las cosechas, en cada distrito se constituyó un comité o brigada compuesto por miembros del partido comunista quienes en la práctica actuaron tratando de colectivizar el mayor número posible de explotaciones agrícolas. En general cualquiera que se opusiera abiertamente a la colectivización era consideradokulak (y por tanto enemigo del Estado). A modo de ejemplo, un informe oficial señala: “los deskulakizadores quitaban a los campesinos acomodados sus ropas de invierno y su ropa interior caliente, apoderándose en primer lugar del calzado. Dejaban a los kulaks en calzones, echaban mano de todo, incluidos los viejos zapatos de caucho, las ropas de mujer… confiscaban hasta las pequeñas almohadas que se colocaban bajo la cabeza de los niños” [i]. Muchas propiedades fueron simplemente saqueadas o vendidas a vil precio. En 1930-31 más de un millón ochocientos mil personas fueron deportadas.
Por su parte, los koljozes no pudieron cumplir con las metas de producción porque los campesinos que trabajaban en ellos, que se opusieron la colectivización porque la vieron como una vuelta a la servidumbre de la época zarista, boicotearon el nuevo sistema de diversas formas: ocultando parte de la cosecha para su consumo personal y poder sobrevivir, atentando contra los miembros de las brigadas, echando a perder la maquinaria usada para cosechar, coludiéndose con miembros de las brigadas, etc. Así las cosas, la cosecha de 1932 fue más baja que las anteriores, ante lo cual el régimen acentuó la represión, pero la producción siguió disminuyendo. A mediados de 1932 algunos dirigentes del partido solicitaron al régimen reducir el plan de cosecha aceptando una disminución de la recaudación del Estado para que los campesinos tuvieran con qué alimentarse. La respuesta: el Buró político envió a las autoridades locales la orden de que los koljozes que no cumplieran el plan fueran privados de todo el grano que tuvieran, incluso del que guardaban para simiente. Millones de campesinos se quedaron sin alimentos y tuvieron que marchar a las ciudades, pero en enero de 1933 Stalin ordenó a las autoridades locales impedir por todos los medios las marchas masivas hacia las ciudades de Ucrania y del Cáucaso del Norte.
A pesar de las restricciones, muchos campesinos iban a las ciudades para abandonar a sus hijos con la esperanza de que alguien los recogiera, para inmediatamente volver a sus campos a morir. El cónsul italiano de la ciudad ucraniana de Járkov dejó el siguiente testimonio: “Hacia medianoche se comienza a transportarlos [los niños] en camiones hasta la estación de mercancías… Aquí se reúne también a los niños que se han encontrado en las estaciones, los trenes, a las familias de los campesinos, a las personas aisladas de mayor edad, atrapadas en la ciudad durante su viaje. Hay personal médico que realiza la selección. Aquellos que no se han hinchado y ofrecen una posibilidad de sobrevivir son dirigidos hacia las barracas… donde en hangares, sobre paja, agoniza una población de cerca de 8.000 almas, compuesta fundamentalmente por niños (…) Las personas hinchadas son transportadas en tren de mercancías hasta el campo y abandonadas a cincuenta o sesenta kilómetros de la ciudad de manera que mueran sin que se les vea (…) A la llegada a los lugares de descarga, se excavan grandes fosas y se retira a todos los muertos de los vagones[ii].
Geográficamente la hambruna golpeó especialmente a Ucrania (en donde se le ha llamado “holodomor”, esto es, “muerte por hambre”), pero también se extendió al Cáucaso del Norte, Kazajstán y las regiones de los ríos Don y Volga (al sur oeste de Rusia), afectando a alrededor de 40 millones de personas. La cifra de muertos ha sido muy debatida, oscilando entre 1,5 y 10 millones, pero hay cierto consenso en que la cifra real fue entre 6 y 7 millones[iii]. (A modo de comparación, el holocausto judío perpetrado por el nazismo costó la vida a 4,9 millones de personas en 5 años; el régimen socialista soviético mató a por lo menos 1 millón más en unos pocos meses).
A pesar de la magnitud de la catástrofe y de algunas denuncias, el régimen soviético logró ocultarla. Recién a fines de los años ´80, gracias a la glasnot, la hambruna se convirtió en tema de análisis por parte de académicos e historiadores. En 2003 la Organización de las  Naciones Unidas declaró el holodomor un “genocidio contra el pueblo ucraniano”, definiéndolo como “el resultado de políticas y acciones crueles del régimen totalitario soviético que causaron la muerte de millones de personas”. En Noviembre de 2006 el parlamento ucraniano sancionó una ley declarando a la matanza como “genocidio”. En octubre de 2008, el Parlamento Europeo adoptó una resolución reconociendo el holodomor como un “crimen contra la humanidad”. Pero la polémica continúa en cuanto a si cabe calificar la hambruna como “genocidio”: en 2010 la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa revocó su denominación de “genocidio” argumentando que no fue un acto dirigido contra un pueblo en concreto sino contra el pueblo soviético en su totalidad; si bien cabe observar que la rectificación se hizo a petición del propio gobierno ucraniano pro ruso de Víktor Yanukóvich, algunos académicos están de acuerdo en que no corresponde la calificación de “genocidio”.
Aunque hay quienes atribuyen la catástrofe no a la intención estatal sino a condiciones climáticas adversas o a la manera acelerada en que se colectivizó[iv], incluso si así hubiese sido es difícil comprender la crueldad con que, una vez producida la hambruna, reaccionó el régimen y especialmente Stalin. Lo ratifica el hecho de que la producción agrícola que se recaudó esa temporada fue exportada a precios inferiores de los de mercado con el fin de obtener las divisas necesarias para la industrialización en vez de destinarla a alimentar a los propios ciudadanos.
Un detalle que grafica la aseveración de crueldad nos la proporciona el siguiente hecho: el escritor Mijail Shólojov, quien presenció lo que estaba ocurriendo, dirigió dos cartas a Stalin exponiendo la manera en que las autoridades locales se estaban comportando y pidiendo que enviara alimentos: “El método del frío… Se desnuda al koljozano y se le pone “al fresco”, completamente desnudo, en un hangar… El método del calor. Se rocían los pies y las faldas de las koljozianas con keroseno y se las prende fuego. Después se apaga y se vuelve a empezar… En el koljoz Napolovski, un plenipotenciaio del comité del distrito obligaba a los koljozanos interrogados a tenderse sobre una placa calentada al rojo vivo, después los “descalentaba” encerrándolos desnudos en un hangar (…) No se trata de abusos, no, ese es el método corriente de recogida de trigo”. En su respuesta, Stalin le comunica que ha enviado la ayuda solicitada y reconoce “una pequeña enfermedad de nuestro aparato”, pero agrega que las dificultades son sólo un aspecto de la realidad; el otro “es que los respetados trabajadores… estaban en huelga, llevaban a cabo un sabotaje y ¡estaban dispuestos a dejar sin pan  a los obreros y al Ejército Rojo! El hecho de que ese sabotaje fuera silencioso y en apariencia pacífico… no cambia en absoluto el fondo del asunto, a saber, que los respetados trabajadores llevaban a cabo una guerra de zapa contra el poder soviético. ¡Una guerra a muerte…!
Quienes llevaban a cabo esa “guerra a muerte” eran no sólo hombres adultos, sino también ancianos, mujeres y niños campesinos que se estaban muriendo de hambre o de tifus como consecuencia de ésta. Me pregunto qué habrían dicho si, mientras se despedían de este mundo languideciendo, hubiesen sabido que pocos años más tarde un poeta −que años después recibiría el Premio Stalin para la Consolidación de la Paz entre los Pueblos y el Premio Nobel de Literatura−, conociendo el drama, escribiría una oda al hombre que los condenó a morir con los estómagos vacíos: “Stalin construía. Nacieron de sus manos cereales, tractores, enseñanzas, caminos, y él allí, sencillo como tú y como yo, si tú y yo consiguiéramos ser sencillos como él. Pero lo aprenderemos. Su sencillez y su sabiduría, su estructura de bondadoso pan y de acero inflexible nos ayuda a ser hombres cada día, cada día nos ayuda a ser hombres” (Pablo Neruda, “Oda a Stalin”).


[i] El Libro Negro del Comunismo, varios autores, p. 173.
[ii] El Libro Negro del Comunismo, p. 191.
[iii] Wikipedia, Metapedia y El Libro Negro del Comunismo, p. 185.
[iv] “La hambruna ucraniana de 1932-1933 como caso de genocidio. Una introducción al debate”. Jorge Wozniak.

Gastón Escudero Poblete.

viernes, junio 12, 2015

BACHELET Y SU FIESTA DE DISFRACES.


Estamos presenciando el proceso de beatificación de Nuestra Señora de los Milagros. A la vieja se la llevaron de viaje, supongo que para que no hable, o tal vez para que hable desde allá. Qué se yo. Se la llevaron al Papa, con manto tejido a crochet incluido. ¡Qué parecía la ex miembro del MIR y el FMR arrodillada frente al representante del Dios en la Tierra, el mismísimo caporal del “opio del pueblo”!.

Luego se la llevaron a Francia, donde la entronizaron como doctor honoris causa o alguna cosa de esas con que las gentes que no valen mucho que digamos se premian entre ellas. Aquí se disfrazó de algo así como profesora de la edad media, con todo el cachureo en la cabeza, y los serviles de turno la premiaron por “militante”, no especificaron de cual grupo terrorista o si por ambos.

Probablemente en su periplo europeo le toque desayunar con algún rey, o almorzar con no sé quién. La vieja es un chiste y el paseo una comedia. En fin, para eso la tienen en ese puesto, si fuera para gobernar pondrían a otro (a).

La viejuja esta, maestra del disfraz, no solo representa sus papeles en Europa; Chilito y Latinoamérica ya conocen de sus atributos histriónicos. Ella, la señora, mantiene un arsenal de trajes Chanell de todos los colores, con que su comité asesor pretende vestir a la mona de seda. El rojo lo usa en las reuniones del Mercosur y otras organizaciones continentales bolivarianas; actos más sobrios los representa con su trajecito dos piezas beige, o como dicen las abuelitas, color té con leche; cada vez que está en problemas y se dirige al país con cara de yo no fui, intenta convencer a su audiencia con su virginal traje blanco. Lo que jamás falta es el collar de perlas y su impecable rubio ceniza, sellos de la casa.   


Cuento aparte son su delantal de médico que utiliza para inauguraciones y visitas a enfermos (“grito y plata” según su confesión), y su coqueto traje de baño negro elasticado con el que intenta sin éxito esconder el paso del tiempo. 

Máximo.

miércoles, junio 10, 2015

RESPALDO A LA LABOR DE CARABINEROS DE CHILE.

La institución merece un apoyo más enérgico de parte del gobierno y de la opinión pública en el desempeño de sus funciones en favor del orden.

LA MANIFESTACION nocturna de la semana pasada, autorizada por la Intendencia, dejó un lamentable legado de lesionados, destrozos y reproches provenientes desde los más variados sectores. Como era de esperar, las críticas públicas y amenazas previas a Carabineros de Chile tuvieron un efecto  visible e intimidatorio en la forma como sus fuerzas enfrentaron la marcha y los desmanes producidos al amparo de la oscuridad.

No es correcta esta confusión. Las fuerzas de orden deben asumir las responsabilidades que les confiere la legislación y, para ello, cuentan con el monopolio en el uso de la fuerza frente a la comisión flagrante de delitos. Sin embargo, tan cierto como lo anterior es que para el ejercicio de sus atribuciones requieren, también, del respaldo firme y convencido de las autoridades políticas y, en ese sentido, las señales de un tiempo a esta parte resultan, a lo menos, contradictorias.

Los ejemplos son conocidos. Frente a hechos delictuales en la zona de La Araucanía y alrededores, no son pocas las víctimas que reclaman una mayor capacidad de respuesta por parte de las fuerzas policiales, pero las garantías y el respaldo para su acción no parecen lo suficientemente sólidos de parte de las autoridades políticas. Asimismo, ante situaciones absolutamente aisladas de uso excesivo de la fuerza por parte de uniformados, la institución ha respondido de la forma más ágil posible, desarrollando investigaciones internas y dando de baja a aquellos integrantes que se hayan visto involucrados en los hechos debidamente comprobados.

Aunque, como advierte el propio vocero de La Moneda,  “todos respaldamos la labor de Carabineros”, la reacción de dirigentes y representantes políticos del oficialismo tiende a funcionar en ritmos distintos, ya sea que se trate de respaldar incondicionalmente a un grupo de manifestantes o a la labor de esta institución en favor del orden público. Ese apoyo en ningún caso supone carta blanca para actuar fuera de los márgenes de la ley, como tampoco el rechazo a la obligación de investigar cuando hay errores en los procedimientos.

No obstante, la implementación de protocolos  en extremo limitantes y de compleja adaptación a las situaciones muchas veces extremas que impone una movilización masiva, sólo termina por dificultar la ya complicada tarea de Carabineros. Obligar, por ejemplo, a los uniformados a “mantener una actitud ponderada para diferenciar y reconocer a los infractores de ley de aquellas personas que ejercen legítimamente el derecho de manifestación”, aparece como un criterio teóricamente válido pero peligroso de aplicar. Produce, además, el insólito efecto de facilitar la impunidad, porque cuando los grupos más radicales inician las acciones violentas en medio de las manifestaciones, su coordinación y connivencia con muchos de los asistentes hace que la única alternativa para que Carabineros cumpla esa instrucción sea el repliegue, con el consiguiente empoderamiento de los violentistas. La autoridad debería requerir de los manifestantes y de quienes convocan estas acciones exactamente lo contrario, esto es, que cuando surja la violencia sea de responsabilidad de ellos dejar aislados a quienes la emplean, para que sean rápidamente controlados por Carabineros.

La policía uniformada enfrenta una situación difícil, por la pérdida del respeto que se ha generado hacia su autoridad y la legitimidad de su desempeño, debido a la inexplicable validación de cualquier forma de manifestación pública, incluso la que usa la fuerza. Lamentablemente, esto parece debilitar su acción en otros ámbitos, como la represión de la delincuencia, donde las garantías y derechos otorgados a los sospechosos parecen emanar de una interpretación en extremo garantista de la ley por parte de los tribunales.

Editorial La Tercera.