sábado, junio 27, 2015

LA VÍA VIOLENTA.


La izquierda contextualiza la violencia (también la delincuencia) e inevitablemente a través de la historia ha convertido a los victimarios en víctimas, encontrando siempre justificaciones para sus acciones.

Los últimos meses han estado particularmente cargados de violencia en Chile. Tomas de facultades universitarias y liceos; el asesinato de dos jóvenes que pintaban un muro en Valparaíso; barricadas de madrugada; golpes a militantes de la UDI a la salida de un tribunal; la violenta huelga de sindicatos de Transantiago; muerte, quemas y tomas en La Araucanía; insultos entre automovilistas, empujones en el Metro, acoso en redes sociales; asaltos brutales. Y un interminable etcétera.
Identifico tres momentos estelares para la violencia en los últimos años, a partir de los cuales se cambiaron las reglas del diálogo social y se corrió el cerco entre lo aceptable y lo repudiable.
El primer momento: la campaña -inédita en democracia- desplegada por la izquierda a partir de 2010 para desacreditar la investigación de la Fiscalía por el Caso Bombas, acusándola de montaje y ejerciendo tal presión sobre los tribunales de Justicia que, finalmente, fallaron a favor de la impunidad y liberaron a los imputados. Fue tan odiosa la campaña que la Concertación constituyó una comisión investigadora en la Cámara de Diputados, no para que los legisladores estudiaran cómo funcionan las leyes sobre terrorismo en Chile respecto del mundo, sino para perseguir a los fiscales que simplemente hacían su pega.
El diputado Osvaldo Andrade, entonces presidente del PS, no terminaba de decir que “Chile no resiste más montajes”, tras la liberación de diez imputados en junio de 2012, cuando 16 meses después eran detenidos en España los chilenos Francisco Solar y Mónica Caballero como presuntos autores de la instalación de una bomba en una iglesia de Zaragoza. Y adivine: ambos habían estado un año antes entre los imputados por el Caso Bombas, respecto del cual se había acusado con escándalo un montaje. Todavía están en una prisión en Asturias, a la espera del juicio, porque España aprendió duras lecciones con el terrorismo y no está ni para eufemismos, ni para lujitos bajo ningún pretexto que proteja a quienes han violentado la paz de una mayoría.
El segundo momento estelar para la violencia: la toma del Senado en Santiago, el 20 de octubre de 2011, por un grupo de activistas que exigían “plebiscito nacional”, en plena sesión de la Comisión de Educación. Tras el primer shockpúblico que produjo la toma, una hora después vino el segundo: un acto inadmisible para cualquiera de las democracias a las que aspiramos parecernos y sin justificación alguna, era amparado por el entonces presidente del Senado, Guido Girardi, quien se negaba a que Carabineros desalojara y se disponía a “dialogar” con los violentistas.
Ese es, a mi juicio, un momento clave, cuando la segunda autoridad de la República eleva la violencia a una categoría de expresión política admisible, tan legítima como levantar una candidatura, mandar una carta al diario o marchar. Poco después, la alcaldesa de Santiago, Carolina Tohá, respaldaba que fueran los alumnos del Instituto Nacional quienes decidieran si tomarse o no el recinto, bajo la única condición de que la decisión fuera “democrática” (como si detener la marcha del calendario escolar de uno de los colegios más importantes de la historia de nuestro país y apropiarse de un bien público fueran materias que legítimamente pueden decidirse en una asamblea, liderada, además, por adolescentes).
Un tercer momento estelar: el rechazo de la “Nueva Mayoría”, entonces en la oposición, al proyecto que sancionaba a los encapuchados en las marchas y facilitaba el trabajo de las policías, precisamente para que los manifestantes pacíficos pudieran expresarse con total libertad y seguridad. Todos los parlamentarios DC y de izquierda bloquearon en la Cámara y en el Senado la iniciativa –entre ellos los actuales ministros del Interior, Trabajo, Segegob y Defensa-, impidiendo su aprobación, con argumentos que fueron desde majaderías técnicas (los más moderados, avergonzados probablemente por verse en la obligación de votar contra el sentido común), hasta el clásico discurso del Estado represor y una idea muy confusa sobre el derecho a la “protesta social”, respecto de la cual prácticamente no admiten límites, ni ejercicio de autoridad.
Vamos a ser francos, porque los tiempos no están para rodeos. Un importante sector del oficialismo ha amparado antes y ahora la violencia como método de acción política y expresión de descontento. El gobierno dio una potente señal en su segundo día de mandato, cuando el ex ministro Peñailillo aseguró que la Presidenta Bachelet no invocaría jamás la Ley Antiterrorista. Peor todavía, quien entonces estaba a cargo de la seguridad interior del Estado, calificaba desde La Moneda a la extrema violencia en el sur como un “conflicto social” y no como lo que es: la acción concertada para cometer crímenes cobardes contra las personas, contra la propiedad privada y contra la paz social.
La izquierda contextualiza la violencia (también la delincuencia) e inevitablemente a través de la historia ha convertido a los victimarios en víctimas, encontrando siempre justificaciones para sus acciones: la mera existencia de la UDI (por eso los golpes a sus militantes), los derechos ancestrales de los pueblos originarios (por eso las muertes, tomas y quemas en La Araucanía); la gratuidad, el fin al lucro y todos los slogans que se han acuñado en torno a la educación (por eso la destrucción de colegios en toma, el paro por casi un mes de profesores y los piedrazos contra un carabinero hasta dejarlo ciego).

Isabel Plá, Fundación Avanza Chile.
Fuente: ellibero.cl

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