VENEZUELA NO RESPONDE.
Allí donde otros estarían preocupados de aclarar las cosas y desvirtuar las acusaciones, el Ejecutivo venezolano prefiere matar al mensajero.
Al final del día, las acciones de un gobierno dicen más que todos sus discursos.
Ante la información de que la agencia antidrogas norteamericana está investigando al presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Diosdado Cabello, por presuntos vínculos con un cartel de narcotráfico que operaría en complicidad con altos funcionarios chavistas, el gobierno no respondió con hechos que la desmientan, sino demandando a los directivos de tres medios que reprodujeron la noticia (publicada en un diario español). O sea, allí donde otros estarían preocupados de aclarar las cosas y desvirtuar las acusaciones, el Ejecutivo venezolano prefiere matar al mensajero.
Su forma de hacerlo también es decidora. Las distintas etapas del proceso judicial han sido anunciadas por el propio acusado —Cabello— en su cuenta de Twitter y en su programa de televisión, aun antes de que los demandados recibieran la notificación del tribunal y estando ya en efecto la orden que les prohíbe salir del país. Otro poderoso ejemplo —como el encarcelamiento de los opositores Antonio Ledezma y Leopoldo López— del descarnado uso político del Poder Judicial venezolano por parte del régimen, como han señalado diversos analistas, organismos internacionales y grupos defensores de los derechos humanos.
Para las autoridades bolivarianas, la investigación de la DEA es un nuevo ataque del imperialismo y la ultraderecha —con base en EE.UU., pero con activas sucursales en España, Colombia y la propia Venezuela, sostienen ellas— en contra del proyecto socialista construido en los últimos 16 años. Según el Tribunal Supremo de Justicia, las acusaciones de narcotráfico contra Cabello y otros militares constituyen “agresiones conspirativas contra el Estado venezolano”, mientras que el Presidente Nicolás Maduro advirtió que “vamos a defender a Diosdado como defendimos a nuestro país el mes de marzo del ataque de Estados Unidos”. La Asamblea Nacional, de mayoría oficialista, acuñó una consigna de lucha: “Diosdado no está solo, Diosdado somos todos”.
Eduardo Galeano, comentó hace poco Álvaro Vargas Llosa, “era capaz de ver un acto antiimperialista en un regate de Messi cuando escribía de fútbol”. En forma análoga, el gobierno de Nicolás Maduro es capaz de ver un complot imperialista en cualquier cosa que no sea de su agrado, pero allí donde el periodista uruguayo se movía por obcecación ideológica, el régimen venezolano actúa por necesidad práctica: a estas alturas del experimento revolucionario chavista, el argumento de una gigantesca conspiración internacional de fuerzas ocultas es el único que le va quedando para explicar sus sonoros fracasos en toda la línea (récord de inflación, inseguridad, corrupción, riesgo país, devaluación cambiaria, desabastecimiento, desinversión, importación de alimentos, erosión de la base productiva, polarización política, gasto fiscal improductivo, baja producción de petróleo, etc.).
En realidad, son las características institucionales del proceso bolivariano a lo largo de década y media, más que la hostilidad de Washington, las que contribuyen a hacer verosímiles las acusaciones de narcotráfico contra funcionarios de alto nivel, especialmente los vinculados a la Fuerza Armada Bolivariana, como Cabello, un ex militar que acompañó a Hugo Chávez en la fallida intentona golpista que lo catapultó a la primera línea de la política en 1992.
La gran cantidad de uniformados de rango medio y alto, tanto activos como en retiro, que desempeñan funciones administrativas y políticas en todos los niveles del Estado, incluyendo cargos de elección popular en alcaldías y gobernaciones, no están allí en primer lugar por sus competencias, sino por su lealtad política con el chavismo. Esta politización de las FF.AA., de por sí perniciosa, se une a la incapacidad estatal para combatir las distintas actividades que ofrecen espacios a la corrupción, como las operaciones cambiarias ilícitas (hay cuatro tipos de cambio), el contrabando de alimentos (fruto de la escasez) y la venta clandestina de gasolina (por cierre de las refinerías), todas ellas derivadas de una política económica gubernamental que ha distorsionado el funcionamiento normal del libre mercado. El narcotráfico es sólo uno más de los delitos que, en un contexto de instituciones policiales y judiciales demasiado débiles para ponerles coto, aprovechan los incentivos para la corrupción que ello ofrece a funcionarios públicos que no están sujetos a mecanismos efectivos de supervisión y control.
Nada de esto implica necesariamente que sean ciertas las acusaciones contra Cabello y otros, pero sin duda enfatiza la importancia —y la urgencia— de que Venezuela entregue una respuesta ponderada que ayude a sosegar las sospechas, en lugar de reacciones destempladas y democráticamente cuestionables que sólo sirven para echarle más leña al fuego.
Como en otras situaciones, la tendencia de los países de la región ha sido solidarizar con el gobierno de Maduro, antes que pedirle aclaraciones. Pero aquí no se trata de condenar de antemano a quienes están siendo investigados por la DEA, sino de acabar con el doble estándar regional que aplica a todo lo que huela a cuestionamiento del chavismo, una actitud que el Palacio de Miraflores ha utilizado, precisamente, para situarse por encima de cualquier crítica, por justificada que sea.
Marcel Oppliger, periodista y autor de “La revolución fallida: Un viaje a la Venezuela de Hugo Chávez”
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