¿REPRESIÓN? NO, ACCIDENTE.
Lo de Rodrigo Avilés –el estudiante de 28 años que resultó herido el 21 de mayo- fue un accidente. La Izquierda quiere convertirlo en una víctima de la represión, pero lo suyo entra de lleno en la dramática estadística de las cosas que pueden pasar en una protesta con violencia.
Nadie quiere que estas cosas pasen, pero nadie tampoco se sorprende de que pasen. Son las reglas de un juego en el que se rompen las reglas. Se autoriza una marcha bajo la condición de que sea pacífica. Carabineros está allí por si acaso. Los estudiantes, un grupo, quizá siempre los mismos, desconocen el acuerdo y provocan la reacción de las fuerzas de orden público. Es la hora de la violencia.
La prolijidad a la que se ha tenido que llegar para determinar la responsabilidad en el accidente de Avilés –que si era contención o restablecimiento del orden, que hacia dónde se dirigió el chorro, que a qué distancia se encontraba- contrasta con la impunidad que parece beneficiar a los manifestantes. Resulta grotesca la desproporción con que se miden las actuaciones de la policía, al lado de la indulgencia para con los autores de agresiones y destrozos.
La lesión de un carabinero fruto de la reyerta es para la Izquierda un “accidente laboral”: algo propio de su trabajo, después de todo. Los detalles no importan; mejor sería que se dedicaran a otra cosa, dicen. En cambio, los manifestantes heridos, ¡ah no, eso si que no! Entonces se debe responder por cada coma del protocolo que se haya omitido; lo mismo que si se nos estuviera notificando una infracción.
La violencia ha sido un ingrediente potenciador de las manifestaciones estudiantiles, porque la apuesta de este movimiento social descansa en la alteración del orden público, el desorden público: a mayor descalabro, mayor eficacia. Si lo suyo consistiera solamente en desviar el tránsito por algunas horas, se podría sufrir. Pero no se contentan con tan poco: eso deja de ser noticia a la tercera convocatoria. Se trata de meter ruido en serio.
Mientras el orden público sea un bien que merezca protección, la violencia será indispensable para controlar la violencia, en intensidades que corren parejas. Traspasado el umbral, la cuestión deja de ser un juego. Que nadie se queje después. La desproporción de fuerzas que media entre manifestantes y carabineros es precisamente la condición para que las marchas se autoricen; es la garantía de que el orden público será resguardado allí donde la violencia lo amenace.
En el boxeo hay categorías, y en el ring se enfrentan pugilistas del mismo peso. En la calle, no. Que las aglomeraciones se disuelvan con gas; que a las piedras y botellas se les haga frente con escudos y lumas; que las barricadas se abran con vehículos blindados, no es trampa.
Cierto, el uso de la fuerza debe ser comedido, acorde con las necesidades. Pero la calle no es un laboratorio en el que puedan controlarse a voluntad todas las variables; los imponderables son parte de la ecuación.
Luis Alejandro Silva
Abogado
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