jueves, enero 09, 2020

¿CAMBIO DE CONSTITUCIÓN O ROTACIÓN DE ÉLITES?




Hace años, la entonces presidente Bachelet, manifestaba pública y festivamente: “Cuando la izquierda sale a la calle, la derecha tiembla”. No causó escándalo alguno. Menos la aseveración del ex presidente Lagos cuando, después de una intensa jornada de piedrazos y bombas incendiarias con la destrucción del mobiliario urbano y diversos bienes públicos, aseguraba “hay que dejar que los cabros se expresen”. La actual izquierda política y la violencia callejera son compañeras de ruta. Argumentan que esa es la respuesta del pueblo a la violencia institucional y armada de la oligarquía. Resta credibilidad a esta defensa el que la usen igual estando en el gobierno y teniendo no solo el uso legítimo de la violencia bajo su control, sino estando a cargo de la seguridad pública y la protección de los derechos de toda la ciudadanía. No se puede ignorar que la violencia callejera ha sido parte sustantiva del arsenal de la argumentación política e ideológica de los liderazgos de la izquierda, que usan y han abusado de ella, para torcer la voluntad de las mayorías y se ha agotado.
En 2013 escribía en este blog: “Desde hace años la derecha política, carente de líderes con peso intelectual y carismático, se debe resignar a seguir a caudillos antropófagos que no respetan a quienes votan por ellos. La derecha económica sigue soñando que tiene poder porque tiene dinero, cuando la verdad es exactamente al revés: tiene dinero porque el Gobierno Militar los proveyó de un ambiente en el cual pudieron enriquecerse, y que cuando heredaron un poder político que no merecían, no lo supieron emplear para el bien de los chilenos y no han sido capaces de conservarlo. Más temprano que tarde el fin de la libertad matará sus negocios”. Ese momento llegó y nada ni nadie podrá evitar que el ambiente actual en que la derecha económica y la derecha política se potencian mutuamente, cambie en forma sustancial.
Paralelamente a esa realidad de base, en la izquierda se desarrolló un duro conflicto entre los que se incorporaron -decentemente o a través de la corrupción- al sistema liberal y los que siguieron tratando de imponer -por idealismo o irrealidad- el régimen revolucionario.
Ninguno de los dos grandes actores políticos e ideológicos -izquierda y derecha-  pudo resolver sus contradicciones internas, las que  se potenciaron con la creciente incomunicación entre la gente común y la elite política institucional, cuya insensibilidad social y ceguera política las mantuvo ensimismadas en su prosperidad económica personal, vanidad, superficialidad e incompetenecia técnica, frecuentemente acompañadas de corrupción transversal.
Lo que había pasado era claro y -ahora lo vemos- evidente: los cambios económicos, políticos y sociales de fines del siglo XX, que dieron origen al sistema de elites y partidos políticos actuales y determinaron sus comportamientos, quedaron obsoletos por los cambios aún más profundos y radicales, que la sociedad chilena está viviendo en el siglo XXI, particularmente la difusión del conocimiento y del acceso a la información, en que las “masas” devinieron en “opinión pública”. La diferenciación social e intelectual entre quienes ejercen el poder y los que no lo tienen, se redujo radicalmente por efecto de la mayor educación general, la difusión del conocimiento político, económico y de gestión, debilitando las bases de la autoridad y la legitimidad de las elites.
El conjunto minoritario de individuos o grupos que aún ocupan las posiciones de autoridad perdieron su influencia y su legitimidad al no poder acreditar características de excelencia moral y técnica que validaran su presunta superioridad ante el pueblo, peor aun, en Chile parecen haber quedado bajo el promedio general de la sociedad. La cohesión interna, capacidad de organización y sistemas de reclutamiento de las elites se desprestigió por su opacidad y exclusión, derivando en la existencia de minorías dominantes que funcionan para la conservación de su poder personal y familiar y para hacer avanzar sus propios intereses.
El esquema de elites pos Gobierno Militar se resolvió en los años 80s y 90s y dio origen a una oligarquía que se apoderó de los partidos políticos y de la representación popular, imponiendo los candidatos, repartiendo los fondos para financiar las campañas, ubicando a sus parientes, amigos y asociados en los cargos claves de la administración pública y coludiéndose con empresarios que financiaron todo el sistema a cambio de acceso a su apoyo para proteger sus intereses y sobre todo, para asegurarse que el control que los políticos debería ejercer sobre sus actividades (subsidiariedad del Estado) para garantizar la salvaguardia del interés nacional y del pueblo, no fuera ejercido. La alta productividad generada por el sistema económico instalado por el Gobierno Militar permitió que la ineficiencia política sobreviviera por un lapso mas allá de lo que merecía, pero llegó a su fin y sus déficits quedaron expuestos.
Esta situación no es una crisis pasajera, es el fin de un sistema de organización social y política que dejó de interpretar la realidad. El escrutinio, la crítica, el cuestionamiento, la participación y sobre todo, la capacidad y voluntad de tener puntos de vista propios, posibles gracias a la combinación de educación, acceso a la información y discusión en redes de miles de personas de diferentes orígenes, intereses y experiencias, algunas calificadas y otras no, sobrepasan largamente la capacidad de los que algunas vez fueron sus “representantes” políticos. La función de intermediación de los políticos entre el pueblo y el gobierno dejó de ser real.
La opinión pública exige nuevos estándares de probidad, calidad, compromiso y transparencia -apoyándose en los nuevos sistemas de información- no puede ser satisfecha por el sistema político oligárquico y de aficionados existente actualmente. La información y los análisis disponibles para el público son más imparciales, realistas y honestos que los que produce y maneja el sistema político.
La guinda de la torta es, sin duda, la colusión obscena entre los políticos y los empresarios, en perjuicio del público. Esta colusión es en realidad una cooptación; una compra o arriendo de lealtades políticas por parte de los intereses económicos. La realidad nos señala que no estamos ante una falla parcial del sistema político, sino ante su obsolescencia, pérdida de legitimidad, comprobada incapacidad técnica y carencia de los valores morales imprescindibles. La esperanza de conseguir que sean ellos mismos –los políticos en ejercicio- quienes modifiquen las características del régimen político -dicten una Nueva Constitución- se reformen y cambien, es solo una ilusión sin fundamento. El cambio será profundo y radical y provendrá desde fuera del sistema.
Mire a su alrededor, lea el diario, escuche la radio y verá que la crisis es real y profunda. El sistema se agotó, necesitamos algo diferente. Es duro decirlo pero no habrá paz ni estabilidad mientras no hagamos una renovación completa y profunda del aparato estatal, del poder legislativo y del poder judicial. Todos ellos obsoletos y carentes de legitimidad y representatividad.
No tiene sentido cambiar la Constitución sin disponer de una Institucionalidad política efectiva. Deberíamos comenzar por su transformación dentro de la actual Constitución e ir haciendo los cambios constitucionales que sean necesarios cuando asi se determine.  
Esta transformación, para que sea real y efectiva debe, creo, ser un proceso, no la sola solución a una crisis. Podemos hacerlo.
 Fernando Thauby

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