LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD DE LA UDI.
Mucho antes de desaparecer, los partidos políticos
languidecen o se deforman. Es una lección de la historia de Chile que
seguramente algunos dirigentes importantes ignoran.
A muchos fundadores de la UDI les han preguntado reiteradamente en
los últimos años: ¿por qué no te vas de tu partido si es hoy tan
distinto de cuando Jaime Guzmán le dio forma en 1983? La respuesta
generalizada ha sido que no se irán. Pero esa negativa no tiene que ver
con el exitoso tamaño que exhibe la UDI después de cada elección, sino
más bien con una esperanza. No se trata ciertamente del eslogan del
partido, "Esperanza popular", sino de aquella otra intuición que aún
conservan muchos fundadores y que podría resumirse así: nadie puede
echar a perder fácilmente un trabajo tan notable como el que Guzmán puso
en marcha.
Cuando Pablo Longueira afirma que ese proyecto está vigente, mucha
gente se reencanta; cuando Jovino Novoa sostiene que la UDI es un
partido de definiciones, la esperanza sigue abierta. Pero ellos mismos
saben que no es cuestión de una o dos declaraciones, que para que esa
esperanza cuaje, hay que despejar dos incógnitas: la del pasado y la del
futuro, porque todas las agrupaciones humanas se mueven en un eje
histórico y en un eje de proyectos. Y ciertamente la UDI ya tiene
suficiente historia como para que siempre se le pida coherencia hacia
atrás y, a su vez, tiene suficiente doctrina como para que se le exija
consecuencia hacia adelante.
Hacia atrás, las heridas están abiertas. Abiertas, porque han
lesionado gravemente a la UDI quienes se arrepienten de su colaboración
con el gobierno del Presidente Pinochet. ¿Por qué Chadwick, Lavín y
Dittborn no han renunciado a una colectividad que nunca ha renegado de
la notable obra fundacional del gobierno militar? ¿No son conscientes de
cuánto importa el pasado reciente en la vida pública chilena? Esa
presencia ambigua desconcierta a muchos y hiere a otros.
Fui testigo presencial de una situación concreta dos días después de
las agresiones en las afueras del Caupolicán. En la sede central de la
UDI, un viejo militante, un amigo personal de Jaime Guzmán, pedía
indignado que alguien lo recibiera para manifestar su molestia. El
domingo anterior había sido golpeado en la calle por defender sus
convicciones, pero un ministro de su partido había hecho causa común con
quienes lo habían agredido. No entendía nada, porque nada tenía
sentido. ¿Qué podía consolar a ese hombre en su profunda desilusión?
Y hacia adelante, las preguntas son también muchas. ¿Alguien conoce
bien a la UDI real de hoy como para asegurar que el partido es éste o
aquél? ¿O la colectividad ya no es más que una de esas tantas
agrupaciones de variopintos rasgos? ¿Está viva y operativa la
Declaración de Principios de la UDI como para que ella sea el fundamento
del programa de gobierno de Longueira o de Golborne? ¿Sabe de verdad el
partido fundado por Guzmán qué es intransable y qué es accidental, o se
deslizó ya hacia esa cómoda posición en que todo vale si logra atraer
electores? ¿Es consciente de que cada uno de los candidatos que escoja
para las municipales y parlamentarias dará el tono y el nivel de los
próximos años, o confía en que los porcentajes lo arreglan todo? ¿Ha
logrado captar que los desafíos electorales de 2012-2013 son su última
oportunidad de autoexigirse coherencia y que, en caso de renunciar a
ella, después simplemente será un dato más en la historia partidista de
Chile?
Desde finales de los años 90, la UDI comenzó a crecer en números y a
declinar en convicciones. En una de ésas, los electores le señalan
justamente el rumbo contrario. Pero reconocerlo y aceptarlo no será
fácil.
GONZALO ROJAS.
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