sábado, abril 30, 2016

ARAUCO EN LLAMAS.


He sido un ingenuo. El día de la elección de Michelle Bachelet, pensé cándidamente que la experiencia política de su conglomerado tendría ventajas comparativas a la hora de resolver el más grave de los problemas que afectan al país: la violencia en La Araucanía. Me equivoqué rotundamente. Desde la vuelta a la democracia, la Nueva Mayoría se ha sacado la peor nota, por lejos, a la hora de enfrentar la inseguridad en la IX Región.
Los historiadores del futuro se devanarán los sesos para dar respuesta a la cuestión de cómo la autoridad estuvo más preocupada de manejar los cabildos que de cautelar la integridad y la paz del país. Se preguntarán, en suma, cómo pudo ser posible tanta frivolidad.
En los últimos días, la violencia empieza a extenderse a otros territorios y cobra nuevas víctimas. Es más, ha agregado la furia antirreligiosa a los ingredientes malsanos que ya tenía. Dentro de poco, se contarán por decenas las iglesias católicas y evangélicas que habrán sido víctimas de nuestra FARC criolla, que ahora empieza a aplicar métodos propios del Estado Islámico.
Resulta difícil encontrar una causa única para estos últimos actos de terror contra la religión. Uno podría afirmar que no es un fenómeno original: basta con pensar que se trata de una antigua afición de la izquierda anarquista, que ama el resplandor de las iglesias en llamas.
También cabe pensar que es la reacción desesperada de unas personas que ven que Santiago está demasiado lejos y que no ha habido una solución política a sus reivindicaciones. Quizá se trata simplemente de un acto estúpido, fruto de la ingenua pretensión de sacar de esta zona del país todo lo que venga del extranjero, para volver a una supuesta pureza original del pueblo mapuche, anterior al contacto con la cultura occidental. Quienes llevan a cabo estos actos delictivos en contra de la fe cristiana están, sin saberlo, realizando algo semejante al proyecto que tenían los nazis para volver al paganismo de sus antepasados, en reemplazo de ese producto judío que llamamos “cristianismo” (“uno o es alemán o es cristiano. No puedes ser los dos”, decía Hitler, dando muestras de que la sutileza intelectual no era lo suyo). Se trata, en definitiva, de proyectos reaccionarios, que apuestan a volver a un pasado que previamente ha sido mitificado.
Esta actitud es particularmente ridícula, porque los mismos que destruyen iglesias o queman camiones como modo de expresar su xenofobia, no dudan en utilizar un celular (un aparato que no ha sido diseñado ni producido en Carahue), y también emplean cosas tan extranjeras como internet, autos, computadores, idiomas europeos; constituyen ONGs; mantienen toda suerte de redes internacionales; reciben apoyo de asesores extranjeros, y no le hacen asco al financiamiento proveniente del Primer Mundo. En suma, la suya es una contradicción en los hechos.
Por otra parte, tampoco resulta muy sensato ver el cristianismo como algo europeo. Aunque Europa es incomprensible sin el cristianismo, el cristianismo está lejos de ser un producto de ese continente, como se puede aprender en los libros de historia de segundo o tercero básico.
Quizá exista también otra razón para que las víctimas de estos actos de terrorismo sean precisamente las capillas donde se reúnen los cristianos para su culto, o que son aprovechadas por las comunidades para realizar asambleas, toda ella gente que jamás va a devolver la agresión con la misma moneda. Esas pequeñas construcciones de lata, hechas de material muy sencillo, recuerdan a los cultores de la violencia una verdad muy incómoda: existen límites para la acción política; no es lícito hacer cualquier cosa, ni siquiera cuando uno cree que está sirviendo a una causa noble. El pueblo, la nación, la raza o el Estado no constituyen el bien supremo de la existencia.
Esas modestas capillas ponen ante sus ojos la verdad de que no resulta aceptable quemar ancianos o persuadir por el terror, que conductas como esas ofenden al pueblo mapuche, porque son profundamente inhumanas. Y ese recuerdo resulta tan incómodo, que prefieren reducir esos templos a cenizas, de modo que desaparezcan de su vista y su memoria esas construcciones cuya sola existencia cuestiona su pasión destructiva.

Joaquín García Huidobro.

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