miércoles, septiembre 17, 2014

LICEO MOLOTOV.


Se difundió como un simple episodio del ámbito policial, pero lo ocurrido al interior del Liceo municipalizado Andrés Bello, de la comuna de San Miguel, tiene más perfiles políticos que de índole delictual.
En el estrecho y en la sala misma que ocupa exclusivamente el Centro de Alumnos del establecimiento se descubrieron 50 bombas Molotov listas para su uso y una cantidad independiente de combustible para su elaboración.
El almacenaje de estos artefactos explosivos, prohibidos por ley pero utilizados con generosidad en las protestas callejeras, en especial en las llamadas “estudiantiles”, fue descubierto por una autoridad del liceo alertada por el fuerte olor a bencina que emanaba desde el interior de la sala del Centro de Alumnos y, por ende, cerrada con llave de exclusivo uso de sus dirigentes.
La Ley de Responsabilidad Penal Adolescente impide imputar a menores, de tal modo que tras un interrogatorio a los cinco miembros del Centro de Alumnos y a otros tres alumnos del liceo, todos ellos continuaron con su rutina mientras se abría una investigación que durará 30 días.
El descubrimiento de esta bodega de bombas Molotov al interior de un colegio se produjo en medio del debate por el déficit de los organismos de inteligencia política y policial, lo que quedó en evidencia tras el bombazo terrorista en un centro comercial aledaño a la estación Escuela Militar del Metro.
Hace tiempo que jueces, fiscales, Investigaciones y Carabineros se culpan mutuamente de los fracasos por no hallar a responsables de delitos, lo que de una parte ha colocado a los tribunales en el penúltimo lugar del ranking de confianza pública, y, de otra, tiene a la población viviendo cada vez más atemorizada, ya sea en sus propios hogares, en la vía pública o en algún medio de transporte.
En esta cadena de no identificar culpables por parte de investigadores y jueces se encuentran los “encapuchados”, los que asumieron el hábito de cerrar todas las marchas de protestas con acciones vandálicas en contra de personas y de la propiedad pública y privada. En la tradicional romería al cementerio de las organizaciones izquierdistas de derechos humanos con motivo del 11 de septiembre, un desenfrenado grupo de encubiertos atacó a un periodista e intentó quemarlo, tras rociar sus ropas con combustible.
En especial los reporteros que se encargan de informar en directo de estas marchas, cada vez que entran en acción estos violentistas los diferencian, tratándolos de “infiltrados” o “lumpen”. Este particular tratamiento obedece a la mal disimulada simpatía que el periodismo en general siente por quienes se manifiestan en las calles contra la autoridad.
Sin embargo, los “encapuchados” forman parte activa de los movimientos callejeros. Con sus rostros cubiertos por razones obvias, cumplen un rol previamente asignado que obedece al rígido manual del PC en cuanto a que “una manifestación que no origine trastorno, pasa inadvertida”.
El acopio de bombas Molotov en el Liceo Andrés Bello de San Miguel no sólo constituye una pista para iniciar una investigación, sino es la rotunda confirmación de que son los estudiantes, y en este caso los secundarios, quien fabrican estos artefactos explosivos para su posterior uso. La casualidad, y no un trabajo de inteligencia, permitió descubrir esta improvisada bodega –seguramente de distribución– dos días antes de los “festejos” que jóvenes extremistas protagonizan cada 11 de septiembre.
Aunque lo más seguro es que estos jóvenes alcancen a recibir una rápida instrucción de sus mentores políticos para no revelar su orgánica, al menos las brigadas especializadas de Carabineros y de la PDI tienen en sus manos el más importante rastro encontrado hasta hoy para identicar con nombres y apellidos a los desalmados que se escudan en capuchas para atemorizar a la ciudadanía.
Héctor Sánchez Zuñiga.

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