RÉQUIEM PARA OTRA VÍCTIMA DE LA DICTADURA JUDICIAL.
Falleció el general Sergio Arellano Stark, tal vez la víctima más destacada de la dictadura judicial chilena, desconocedora sistemática del derecho, falseadora de los hechos y que priva ilegalmente de libertad a más de un centenar de presos políticos uniformados, aparte de mantener procesados o sometidos a investigación injusta a más de mil de ellos.
De los múltiples procesos politizados en los cuales el general debió defenderse, cosa que pudo hacer con el concurso sacrificado de su hijo y un sobrino abogados, durante treinta años, en uno solo fue condenado a seis años de presidio, el llamado “caso San Javier”, sin la menor base. Se trató de cuatro fusilamientos del 2 de octubre de 1973 tras un intento de fuga, en circunstancias que el general Arellano y su comitiva habían abandonado el lugar el día anterior.
El ministro sustanciador del proceso, la Corte de Apelaciones y la Suprema lo condenaron por haber dado la orden de fusilamiento que no dio, pues el oficial a quien se la habría dado, de apellido del Río, en vano negó en el proceso haberla recibido de Arellano. Cualquiera puede examinar el expediente, si tiene el tiempo y la paciencia, y verá que no hay en él ninguna prueba inculpatoria real de Arellano, hecho que solo reconoció uno de cinco ministros de la Suprema en voto disidente.
Se pidió a la ex ministra de Corte Raquel Camposano, en retiro tras ser privada de llegar a la Suprema por razones políticas, que examinara el expediente de San Javier, y ella dictaminó lo siguiente: “Nunca me había tocado ver un proceso penal tramitado por un ministro de Corte de Apelaciones, revisado luego por una sala de dicha Corte y finalmente visto en la Corte Suprema conociendo de recursos de casación de forma y de fondo, en el que se ignoraran totalmente leyes fundamentales del procedimiento”.
Eran tales las pruebas de inocencia de Arellano en los fusilamientos que se le atribuían, y por tanto, del general Pinochet, que lo había designado como delegado para agilizar los procedimientos en tiempo de guerra en los primeros días después del 11, que yo siempre profeticé que nunca iba a haber sentencia de término en los restantes casos, por ser judicialmente inaceptable que los magistrados volvieran a atropellar las leyes en los términos en que lo hicieron al fallar San Javier. Pero finalmente cerraron los demás casos sobreseyendo por demencia al general Arellano y lo mismo por salud incompatible y luego muerte del general Pinochet, con cual enviaron a la opinión chilena y mundial la señal que querían: de que eran culpables. Pero cuando finalmente, hace poco, fallaron, condenaron a un oficial casi nonagenario, que sí era culpable, pero tenía derecho a la amnistía, a la prescripción y a la cosa juzgada, y que ni siquiera puede a estas alturas moverse por sí mismo, aparte de tener a su cónyuge de 86 años enferma de cáncer terminal. Le impusieron 20 años de presidio por fusilamientos que había perpetrado, no obstante lo cual estuvo libre y fuera de Punta Peuco, así premiado durante 18 años de juicio porque decía lo que los jueces deseaban oír: que había actuado por órdenes superiores (Arellano y Pinochet).
Históricamente, el general Arellano fue una figura decisiva en la gestación del 11 de septiembre de 1973 y al efecto su hijo escribió un libro de valiosa proyección histórica, “De Conspiraciones y Justicia”, que describe todo el proceso mediante el cual los generales del Ejército se prepararon para rescatar al país del desastre a que lo precipitaba el gobierno marxista y se concertaron tácitamente con el presidente de la DC, Patricio Aylwin, que les comunicó precisamente a través del mismo hijo de Arellano, un joven universitario de simpatía DC, que ya no cabían más diálogos con Allende y que la situación no tenía salida política ni legal. En el seno del grupo de generales se discutió si iban a hacer partícipe de su acción al general Pinochet, a la sazón Comandante en Jefe, y fue precisamente Arellano el que insistió en que sí debía ser considerado. Posteriormente, ya la Junta gobernando, Pinochet y Arellano tuvieron grandes diferencias y por eso finalmente este último pasó a retiro.
La historia le hará justicia a su figura, así como no se la hicieron los jueces. Cumplió la más ingrata de las misiones, pues en las primeras semanas después del 11 los regimientos estaban atiborrados de elementos sospechosos de extremismo y acusados justa o injustamente, no había capacidad de juzgarlos aceleradamente, sus familiares rodeaban los recintos clamando por ellos y los militares tampoco podían arriesgarse a liberarlos sin saber si tomarían las armas, habiendo reconocidamente más de veinte mil irregulares, entre chilenos y extranjeros, que las tenían. Justamente la misión de Arellano era acelerar los procesos, velar por la observancia de los derechos de los presos –eso lo dijo en cada lugar al que llegó— y poner orden dentro del caos generado por la UP y sus preparativos para la guerra civil. Hasta la Comisión Rettig, tan sesgada e injusta con la masa de los uniformados que salvaron al país del régimen totalitario, tuvo palabras de reconocimiento para Arellano, contradiciendo la propaganda extremista que ha prevalecido hasta hoy.
Finalmente el país reconocerá el valor de los servicios que le prestó, y la propia DC, con la cual simpatizó, y en connivencia con la cual actuó antes del 11, también llegará a apreciar el significado de sus esfuerzos para librarnos de nuestra peor encrucijada nacional del siglo XX.
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