CRISIS EN LA ARAUCANÍA.
Me pregunté mucho cómo iniciar esta columna. No quería partir diciendo –por enésima vez- “los graves sucesos de La Araucanía…” o “en los últimos días hemos sido testigos nuevamente de hechos graves de violencia en la Novena Región…”.
El problema es que no hay otra forma de hacerlo. Lo de ahora es casi cinematográfico. Desgraciadamente lo que ocurre en esa zona no es una creación artística para entretener al gran público, sino un drama que se recrea y que afecta a miles de chilenos de carne y hueso, indígenas y no indígenas.
Ya no se trata sólo de ocupaciones ilegales de terrenos, o de ataques incendiarios a predios forestales, maquinarias agrícolas o lugares habitados. Tampoco de familias indígenas violentadas en sus hogares o derechos, o que sienten que las oportunidades y la promesa de un mayor bienestar pasan por delante de sus narices. Ni siquiera del hecho -esperable por cierto- que un grupo de agricultores de la zona se haya unido para demandar judicialmente la responsabilidad del Estado por faltar a su obligación legal de preservar la seguridad y el orden público.
Porque hasta hace poco existía la sospecha -sin mayor fundamento- de que los agricultores de la zona se estaban organizando para defender sus familias y bienes. Los recientes hechos de Vilcún –un encuentro cara a cara entre comuneros indígenas que se disponían a ocupar ilegalmente un predio y un grupo de agricultores que se concertaron por Whatsapp para ir a enfrentarlos- confirman que la sospecha era realidad. La conclusión evidente (no es necesario ser brillante para entenderlo) es que ya nadie en La Araucanía confía en que exista una autoridad capaz de asegurar el respeto del Estado de Derecho –partiendo por lo más básico, el orden público y la seguridad- y mucho menos que exista una vía institucional y civilizada de solucionar los conflictos.
Unos de los principios más elementales que nos enseñan a los abogados es que la autotutela –tomarse la justicia por la propia mano- es esencialmente contraria a una sociedad en que prima el Estado de Derecho. Por eso los sucesos de Vilcún nos muestran cuán profundamente deteriorada está la convivencia social en La Araucanía. Es tal vez una señal de los tiempos el que la escaramuza haya terminado con lesionados en todos los frentes.
Por eso me pregunto qué es lo que falta para remover nuestras conciencias. Ya hemos sido testigos de todos los males posibles: discriminación, temor, angustia, violencia, pérdidas materiales incalculables y también de varias muertes. Para algunos, lo de Vilcún -que dicho sea de paso ocurrió muy cerca del predio de los Luchsinger- podrá parecer sólo una riña rural ‘entre privados’, pero no debemos engañarnos: más que un problema entre privados, los eventos de Vilcún muestran descarnadamente el fracaso -y las culpas- del Estado. Lo de Vilcún es para mí la evidencia más palmaria de que estamos frente a una crisis cuyas consecuencias no estamos siendo capaces de imaginar.
Más de alguien podrá decir, ‘hay asuntos más urgentes’. Está por cierto el doloroso drama del norte de Chile, pero perdón: desde fines de los 90, cuando se destapó lo que algunos medios llaman el ‘conflicto mapuche’, se han sucedido todo tipo de catástrofes naturales, escándalos políticos y crisis de variada naturaleza. Han cambiado gobiernos y coaliciones, parlamentarios han sido reemplazados, hemos tenido autoridades regionales indígenas y no indígenas, y sin embargo, pareciera que cada día estamos peor.
La conclusión más obvia para mí es que la política de tierras requiere un completo rediseño. Después de lo de Vilcún, ¿será necesario convencer a alguien de que el sistema actual es insostenible? Lo que ha ocurrido no hace sino poner de manifiesto que el sistema actual de entrega de tierras genera incentivos a la violencia, el clientelismo y la corrupción. No debe preocuparnos el que no exista consenso sobre el sistema que lo debe reemplazar; lo que necesitamos ahora con urgencia es convencernos de que no podemos seguir igual. Entre los muchos ‘mea culpa’ que podríamos hacer, uno de ellos es que hemos postergado esta discusión más allá de lo que indica la prudencia, y estamos pagando el costo -literalmente- con sangre.
Pero además debemos entender -por si a alguien le queda alguna duda- que la solución no pasa por llenar La Araucanía de vehículos blindados y efectivos policiales. Si lo hacemos, tal vez le haremos un gran favor a los que han hecho de la violencia y el delito su modo de expresar disconformidad con el actual estado de cosas. Por supuesto que el gobierno debe redoblar sus esfuerzos para garantizar la paz y la seguridad en la zona. Pero la cuestión de fondo es otra, y tiene que ver con el marco legal que regula las tierras y los incentivos que produce.
Al terminar estas líneas me debato entre la ilusión y el escepticismo. Ya hemos pasado por esto antes, y nada ha cambiado sustancialmente. Están pasando demasiadas cosas allá en el nivel central, y todas son estructurales y urgentes, pero tal vez no todo está perdido. Ojalá que Vilcún se transforme en un símbolo de que La Araucanía no puede esperar más, aunque se esté cayendo a pedazos el mundo.
Blog de Sebastián Donoso.
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