miércoles, diciembre 25, 2013

EL TRIUNFO DE LOS IDIOTAS.




Por Mauricio Rojas (ex MIR). El gobierno de Bachelet se verá desgarrado por la tensión entre la marejada izquierdista y la resaca realista de un Chile mayoritario.
Tal como era de esperar, Michelle Bachelet obtuvo un triunfo contundente en las urnas. Esta victoria no puede, sin embargo, esconder el rotundo fracaso de su aspiración de representar a una “nueva mayoría”. Tanto en la primera vuelta como este domingo 15, la mayoría no concurrió a sufragar y los votos de Bachelet no llegaron ni a un tercio del padrón electoral. En suma, ganaron los idiotas, en el sentido original de la palabra: aquellos que no se interesan por la cosa pública, volcando toda su atención hacia lo privado o personal. A su vez, ha sido el desinterés de los idiotas el que le ha permitido a una minoría radicalizada controlar la agenda política y ponerle su sello a las elecciones recién pasadas. Esta es la paradoja del Chile actual y será la tensión entre estos dos Chile la que determinará el futuro del país.
Tanto el Chile político como el apolítico son fruto del rápido progreso de las últimas décadas. De 1986 a 2013 el PIB chileno creció a una tasa anual del 5,5%, lo que triplicó el ingreso per cápita y provocó una extraordinaria transformación de la sociedad chilena. Según el Banco Mundial, Chile fue el país con mayor movilidad ascendente en América Latina entre 1992 y 2009. En ese lapso, casi dos tercios de la población “cambiaron de clase”, pasando de la pobreza a la vulnerabilidad o de la vulnerabilidad a la clase media. Incluso el ser pobre cambió radicalmente. Los pobres disponen hoy de un ingreso real que en promedio es 2,5 veces superior al de 1990.
Este enorme cambio ha llevado aparejada una verdadera revolución educativa, que entre 1980 y 2013 multiplicó por diez el número de estudiantes de la educación superior. Al mismo tiempo, se amplió enormemente el acceso a viviendas mejores, bienes de consumo durables, medios modernos de transporte y comunicación, viajes y otros componentes de un nivel de vida inimaginable hace no mucho.
Estos cambios han redimensionado el horizonte de problemas y aspiraciones de los chilenos. Atrás han quedado las inquietudes propias de una sociedad pobre y se han abierto paso las de los nuevos sectores emergentes. Esta evolución desplazó las demandas sociales de la cantidad a la calidad: de aspirar a más viviendas, educación o empleos a exigir viviendas, educación o empleos de calidad. Con ello, se hicieron visibles las deficiencias de un crecimiento que, efectivamente, dejó mucho que desear tanto en el aspecto cualitativo como por una serie de situaciones abusivas de gran impacto. Además, las expectativas crecieron mucho más rápido que la capacidad de satisfacerlas, generando un malestar que no guarda relación con los progresos alcanzados.
2011 fue el año donde todo este cambio se volcó a las calles de una manera sorprendente: los más beneficiados por “el modelo”, es decir, los jóvenes chilenos, se volvieron mayoritaria y bulliciosamente en su contra. Los que lo hacían pertenecían a la generación que ha gozado de mejores condiciones de vida en nuestra historia, y justamente por ello daban por sentado lo que tenían y querían mucho más, y tenían prisa.
Lo distintivo de los movimientos del 2011 fue su escalada ideológica. Los problemas concretos que los motivaron derivaron rápidamente en una crítica al conjunto del modelo social imperante. Esta ideologización del descontento respondió a la presencia de dirigentes políticamente formados, que difundieron un discurso crítico que describía a la sociedad chilena como una “sociedad de mercado”, abusiva y penetrada por el egoísmo y el consumismo, proponiendo como alternativa un proyecto social con “más Estado y menos mercado”, que entroncase con el Chile previo al golpe militar.
Así, el imaginario político de la sociedad chilena dio un salto hacia la izquierda, si bien su cotidianeidad seguía impregnada por los valores y logros de un sistema que ahora concitaba un creciente repudio. Se trata de una notable discrepancia entre objetividad y subjetividad, entre un país profundamente apolítico y las opciones que su minoría ideologizada impone en la escena política. Es como si, para tomar la metáfora de Goethe, dos almas habitaran en el pecho del Chile actual, una aferrada a lo terrenal y cotidiano y otra entregada a lo soñador y utópico.

Este es el contexto del triunfo de Bachelet, que no es sino la victoria pírrica del Chile más político y utópico, ampliamente superado por el Chile más apolítico y terrenal que se quedó en la casa o votó por la candidata de la continuidad, Evelyn Matthei.
Esto crea una compleja situación a futuro. El dilema de Bachelet será, guardando las proporciones, similar al de Allende: los sectores más activos de su base de apoyo (que manejan “la calle”) tenderán a desbordarla, exigiendo una radicalización del gobierno que, de efectuarse, haría peligrar muchos de los logros alcanzados por Chile.
En ese caso, el Chile apolítico descubriría de pronto que la política –en especial la mala política– sí importa: le tocaría sus perspectivas de progreso, sus márgenes de libertad y, no menos, su bolsillo. Y será ese Chile, más que la actual y medio moribunda centroderecha, el que será el gran freno de una eventual deriva utópico-socialista de la futura presidenta.
Así, el gobierno de Bachelet se verá desgarrado por la tensión entre la marejada izquierdista que la llevó al poder y la resaca realista de un Chile mayoritario que no aceptará poner en peligro lo logrado con tanto esfuerzo. A poco andar, Michelle Bachelet descubrirá que, como se dice, La Moneda es “la casa donde tanto se sufre”.
Pulso.cl

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