miércoles, julio 31, 2019

HERIDA EN EL ALMA MILITAR.



Hay países que no las tienen, pero en todos los demás que sí cuentan con Fuerzas Armadas para garantizar la plenitud de su soberanía, los militares suelen originar reacciones dispares. En una mayoría de naciones que nunca han vivido un conflicto bélico, sus uniformados se asumen como instituciones necesarias de tener, como puede ser cualquiera otra.

En aquellas otras en que, además de las añosas guerras por su independencia, han enfrentado guerras sangrientas y de conquistas con miles de pérdidas en vidas, las Fuerzas Armadas tienen un estatus muy especial, claramente  vinculado con el sentimiento y el respeto. Se les considera parte de la tradición nacional.

Cada 19 de septiembre se percibe un ambiente muy sensible de parte de la población y, particularmente, de familias completas: hay que salir a mirar el desfile de los militares. Se les admira su impecabilidad, marcialidad y una actitud de unidad granítica al marchar en formación.

Hasta la década de los 60, las mismas fuerzas de presentación en el Parque Cousiño en ese entonces, retornaban "al centro" correctamente formadas detrás de sus respectivas bandas instrumentales y de guerra, en medio de un cordón humano que cubría toda la calle Dieciocho y parte de la Alameda, hasta el antiguo Club Militar donde se les rendía  honores a los generales en retiro.

Eran tiempos de pobreza militar y en que los Comandantes en Jefe tenían que hacer maravillas, presentando reluciente el precario y antiguo armamento a su alcance. El Ejército se lucía desfilando con artillería de a caballo de la Primera Guerra Mundial regalada por el Gobierno alemán; la Armada exhibía con orgullo a su acorazado Almirante Latorre, que defendió a Inglaterra en la batalla de Jutlandia (1916), y la Fuerzas Aérea ponía en el aire sus Beechcraff Mentor T-34, monomotores de entrenamiento.

La población chilena era muy querendona de sus militares, porque en escuelas, liceos y colegios calaban hondo las hazañas  y el arrojo de los soldados chilenos en la Guerra del Pacífico. Se era militar por vocación o por cumplir con el servicio obligatorio, casi imposible de eludirlo. La oficialidad y el cuadro permanente no pertenecían a la capa de los privilegiados y sus existencias estaban condicionadas por los niveles de sueldo correspondientes a su clase. La mayoría vivía en casas fiscales y ni siquiera eran propietarios de sus colchones.

Todo cambió con la rebelión del general Roberto Viaux Marambio, quien se acuarteló en el regimiento Tacna: hizo ver al Gobierno -Frei Montalva- que se venían tiempos de riesgos bélicos en las fronteras, especialmente la norte, y que el Ejército carecía de capacidad de respuesta. De pasada planteó una sustancial mejora en la precaria situación económica del personal.

Tras el "once", las Fuerzas Armadas fueron catapultadas, con la ayuda de la ley reservada del cobre, a un sitial privilegiado en cuanto a modernización y régimen salarial, con mejorías y beneficios nunca antes vistos. Pinochet, como cualquiera otro nuevo rico, hizo sentir que los militares eran los "patrones" y que, como tales, debían recibir las retribuciones y mantener un estatus de acuerdo al rol recuperador del país que estaban realizando. De vivir más de un siglo de pura vocación, y administrando la pobreza, los uniformados pasaron a disfrutar de una muy bien pagada profesión, aunque nunca -y hasta ahora- en los mandos medios y menores.

Se generó, así, la cultura de la abundancia de recursos, y es casi una reacción naturalmente lógica, que siendo fondos ajenos, o sea, fiscales, no se sienta como ilícito hacer mal uso de ellos en beneficio de  satisfacciones personales.

No caben justificaciones en cuanto a que estos censurables procedimientos son de normal ocurrencia en todas las instituciones públicas, en las cuales el abusar en vez de usar, es casi normal. Y es en este contexto en el que se produjeron los inexplicables fraudes protagonizados por los dos últimos Comandante en Jefe del Ejército y, también muy parecido, al planeado desfalco colectivo en Carabineros.

En todos los casos de apropiaciones indebidas no existe excusa alguna ni interpretaciones sobre el concepto de gastos reservados. Lo ocurrido es simple: fondos destinados a emergencias institucionales y/o armadas fueron destinados por los mismísimos jefes para su uso personal. Y eso tiene un nombre muy antiguo, que suele maquillarse de malversación.

Los oficiales antiguos,  mejor que nadie tienen grabado a fuego los "malabares" que debieron hacer para contar con  cualquier tipo de armamento para hacer frente a las reales amenazas de invasión en la década de los 70, todo por la veda en la venta de material bélico a Chile "por ser una dictadura".

Los jefes castrenses no puede ignorar ni olvidar su pasado, y bien lo saben los altos mandos de hoy que las Fuerzas Armadas vivieron pellejerías en tiempos de gran peligro, e igual se las ingeniaron para poner el pecho si era necesario. Esa actitud de honor la olvidaron muy pronto quienes, al llegar al poder de sus instituciones, no lo hicieron para preservar un pasado glorioso ni para mantener en alto el aprecio de la ciudadanía, sino para mal aprovecharse de unos recursos que nunca estuvieron allí esperándolos a ellos.

En instituciones tan disciplinadamente verticales como las de las Fuerzas Armadas, independiente del grado, los subalternos no sólo le deben respeto a sus superiores por el grado, sino por la jerarquía profesional y los valores personales que, se supone, tiene un jefe. Y cuando éste pierde el respeto y se gana la condena, de quienes poco antes hasta lo admiraban, genera una conmoción tan gigantesca al interior de la  institución,  que nadie es capaz de disimular. Lo más traumático es que, hoy, muchos uniformados deben sentir hasta vergüenza de portar una enseña que juraron defender hasta la muerte.

Raúl Pizarro Rivera.

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