MILITARES.
Hasta hace poco más de un mes, yo no conocía para nada al señor Paúl y a su obra. Eso es algo que hay que tener en consideración. Hay también que tener en consideración que a finales del Gobierno Militar yo era un opositor al régimen: creé y presidí movimientos de independientes que estuvieron por el NO y que posteriormente estuvieron por la democratización de Chile y por la candidatura del presidente Aylwin. Eso es también es un hecho. Y también es un hecho que como candidato a parlamentario, en la elección del año 89, hice la petición de investigación y castigo de las violaciones de derechos humanos ocurridas durante el período del presidente Pinochet una parte central de mi discurso de esa época. Eso también es un hecho.
Por lo tanto, esos tres hechos sumados me obligan a explicarles por qué hoy, con complacencia y honor estoy aquí. Porque parece un contrasentido, pero es un contrasentido bastante fácil de explicar. A partir del año pasado, la evolución de Chile comenzó a producirme creciente inquietud, creciente malestar, y eso se tradujo en que me escocieron las manos y comencé a escribir periódicamente artículos que hacía con ellos lo único que podía hacer, que era enviarlos a El Mercurio, concretamente. Algunos los publicaron, otros no los publicaron. Pero los que publicaron bastaron para que comenzara a menudear en mi oficina una lluvia de comentarios, incluso de visitas personales de gente que quería rebatirme o reafirmarme, y sobre todo dar opiniones —que era lo más valioso de todo— respecto a muchos aspectos que intuían tocados y que motivaban mi actividad. Esta lluvia de comentarios comenzó a preocuparme en cuanto muchos de ellos provenían de miembros en retiro de las FF.AA. y eso empezó a generar en mí la creciente sensación de que se había producido un abismo de resentimiento, de desconfianza, entre la sociedad civil y la sociedad militar. Esa situación llego a su cúspide con la celebración —vergonzosa a mi juicio— del cuadragésimo aniversario del movimiento militar de 1973. Esa celebración, que fue para mí personalmente muy dolorosa, motivó un artículo especialmente melancólico, podríamos llamar, dedicado al tema de la falsificación de lo ocurrido en 1973 y del significado del antes y después de lo que entonces había ocurrido.
Ese artículo hizo que la llovizna de comentarios, se transformara en una lluvia persistente. Y comenzó a aparecer ante mis ojos toda la amplitud del abismo que yo había sospechado. Eso motivó que yo, ya francamente inquieto, decidiera hacer una pequeña recopilación de los argumentos que había escuchado respecto a por qué se había producido este abismo. Y escribí un artículo que nunca vio la luz pública sobre el tema este del resentimiento militar, producto del tratamiento que había tenido el problema de los derechos humanos durante los veinticinco años de democracia después de la salida del general Pinochet. Este artículo lo conoció el señor Paúl porque, si bien nunca fue publicado, yo se lo mandé a un par de amigos que habían participado y me habían ayudado en esta pequeña investigación —llamémosla, de motivos— y alguno de ellos —él no me quiso decir quien— le habrá traspasado una copia, porque él lo leyó y se sintió movido a visitarme; y esto, hace 5 semanas. Las razones por las cuales se sintió movido son, y creo que es mucho más fácil que yo lea la parte del artículo al que me refiero. Este artículo se compone de una introducción que, como es corta, la voy a leer también, porque creo que sitúa a lo que sigue en su debido contexto. El artículo se titula “Militares”.
Desde que existe historia de naciones y estados, es posible apreciar como todos ellos, sin excepciones, han tenido que adaptarse y resignarse a la siempre difícil convivencia con dos grupos internos que, siendo imprescindibles, llevan una vida segregada regida por costumbres, reglas, prácticas y hasta éticas distintas de las del resto de sus conciudadanos, y ello por la naturaleza y praxis propias de sus funciones: esos grupos son el de los militares y el del clero. La historia también nos enseña que la incomprensión o el desconocimiento de estas insoslayables diferencias han conducido, en numerosas ocasiones, a amargos y prolongados conflictos.
Cuando un ciudadano abraza la carrera militar, pone su vida a disposición de la irrestricta defensa de su patria y de sus conciudadanos y abdica de numerosos derechos que asisten a sus compatriotas. Para él no habrán horarios máximos ni derecho a huelga o siquiera manifestación, no habrá oportunidades de fortuna ni de carreras meteóricas. Más trascendentalmente aún, debe renunciar a buena parte de su libre albedrío porque, siendo el acatamiento ciego y la coordinación perfecta requisitos indispensables para la eficiencia bélica, es necesario postergar los instintos y la conciencia individual en aras del sacrosanto principio de la obediencia debida. En reconocimiento de las importantísimas restricciones que la vida militar impone a sus cultores, y atendida la insoslayable necesidad de ella, todos los estados le otorgan y le han siempre otorgado un estatus especial, con sus propias leyes, sus propias tradiciones, sus propios tribunales, su propia previsión y hasta su propia ética. Todo ello porque sería impensable regir un universo tan diferente con las mismas reglas y criterios con que funciona el resto de la sociedad.
En tiempos normales, las enormes diferencias entre el mundo militar y el mundo de los civiles no generan mayores problemas, básicamente porque se mantienen separados hasta físicamente. Pero cuando, por las circunstancias que sean, los militares se transforman en soporte directo de un gobierno, los roces entre los dos sistemas de vida se multiplican y derivan en conflictos de dolorosas consecuencia. Es precisamente lo que ocurrió en Chile durante el largo régimen liderado por el general Augusto Pinochet.
Esta es la introducción. Ahora vayamos a la parte que conmovió a nuestro amigo Paúl. Dice:
Basta esta sucinta reflexión sobre lo que todos sabemos para sospechar la anchura y profundidad del abismo que se ha creado entre la sociedad civil y el mundo castrense a raíz del tratamiento que le ha dado la nueva democracia chilena a las violaciones de derechos humanos ocurridas durante ese periodo. Y ello por razones tan numerosas como evidentes, que voy a leer y que son un extracto de lo que digo:
– Porque, en base a dudosas argumentaciones, se arrastró a tribunales civiles a muchos que debieron ser juzgados en su propio ámbito militar.
– Porque, en base a otros dudosos argumentos, se eludió la ley de amnistía y se anuló incluso el límite de tiempo mediante el inverosímil expediente de considerar la desaparición como delito de secuestro permanente.
– Porque muchos militares fueron condenados por los mismos tribunales civiles que fueron mas culpables que ellos como instrumentos de los crímenes del régimen al que obsecuentemente sirvieron.
– Porque casi ninguno de los verdaderos responsables volitivos de esos crímenes desfiló ante los tribunales de justicia.
– Porque hoy, a cuarenta años de los hechos, se sigue acosando a muchos que eran subalternos de subalternos en aquella época.
– Porque se hizo tabla rasa del dogma de la obediencia debida, que hasta los aliados respetaron después de la Segunda Guerra Mundial, y a pesar del mayor genocidio que conoce la historia de la humanidad (solo se juzgó y condenó a aquellos en que se pudo demostrar que tenían el libre albedrio suficiente para evitar los crímenes en que participaron).
– Porque la casi mitad de Chile que casi logró prolongar el régimen militar hace veinticinco años enmudeció y desapareció como por encanto cuando llegó la hora del ajuste de cuentas. Hoy es tan difícil encontrar un pinochetista como fue difícil encontrar un allendista a los pocos meses de gobierno castrense.
– Porque el aprovechamiento político del asunto de los derechos humanos llegó a límites repugnantes el pasado septiembre, en que, con la propia colaboración del gobierno, se falsificó la historia en forma que el propio Homero habría envidiado. Esta alusión a Homero se refiere a que los griegos se demoraron entre tres y cuatro siglos en mitificar la probablemente insignificante Guerra de Troya, en el poema épico más famoso de la humanidad. En Chile, en solo veinticinco años han mitificado lo ocurrido hace cuarenta años, en una forma que no la reconocemos los que la hemos vivido.
– Porque ver a los comunistas embanderar el penal Cordillera cuando su partido es miembro centenario de un panel internacional autor de los peores crímenes contra los derechos humanos que se conocen, es una afrenta insoportable para los militares chilenos (como que uno de ellos se suicidó de vergüenza).
– Porque la repetida historia de que todo lo ocurrido afecta a personas y no a la institución militar es un eufemismo que no creen ni los que lo afirman.
– Porque de sus caídos en la “guerra sucia” nadie se acuerda en el mundo civil, mientras que Santiago arde en cada aniversario del joven combatiente que cayó desafiando la ley y el orden.
Bueno, esta es la enumeración de causales del abismo que yo he señalado. Y terminé con el comentario siguiente:
No se vaya a creer que esta enumeración significa que yo piense que los crímenes de los militares durante el gobierno del general Pinochet debieron quedar impunes. De hecho, como candidato parlamentario de la Concertación en las elecciones de 1989, clamé públicamente por verdad y justicia y me sentí muy orgulloso cuando el presidente Aylwin inició ese camino a pesar del estrecho espacio de maniobra que tenía su gobierno. Pero en un cuarto de siglo lo que comenzó siendo “verdad y justicia” se convirtió en escarmiento y venganza y últimamente en caza de brujas y aprovechamiento político, en que hasta el Partido Comunista enarbola la defensa de derechos humanos mientras se le caen de la mochila los recuerdos de Stalin, Ceacescu, los Castro y la plaza Tienament, ante los cuales no hizo otra cosa que rendir homenajes.
Creo que Chile no puede vivir con un foso de recelo y resentimiento entre la sociedad civil y el estrato militar. No tenemos situación internacional para continuar con lo que, a estas alturas, no es otra cosa que un sainete en cuyo reparto nunca estuvieron todos los que son ni son todos los que estuvieron. Hace rato que sonó la hora en que, por el bien y la seguridad de Chile, hay que ponerse a la tarea de restaurar el respeto y la confianza entre esos dos universos. Yo no sé si los políticos chilenos han postergado esa imprescindible tarea por ceguera intelectual o por conveniencia electoral —como demostró el aquelarre de septiembre pasado—, pero sí sé que mejor harían en aplicarse a resolver este problema de imperativa importancia en lugar de perder el tiempo atendiendo a la agenda que les dictan los agitadores de la calle.
Bueno, este fue el artículo que llegó por misteriosas rutas a oídos de Adolfo Paúl, quien decidió visitarme. Me preguntó si yo conocía su obra. Le dije que no y me pidió que la leyera, la estudiara y la analizara dentro de mis capacidades y que si yo estaba conforme con esa lectura me pidió que fuera uno de los presentadores.
Yo me llevé la obra a mis vacaciones y la leí en lo básico, en lo que más captaba, pues no tengo formación jurídica, por tanto no puedo opinar sobre esa materia como lo hizo mi ilustre colega; pero ni siquiera me interesaba mucho, las leyes de los hombres son a veces distintas de la justicia, y la justicia es lo que yo creo y no lo que dicen la Corte Suprema o los jueces. De manera que estudié la obra y estoy aquí con agrado y con honor, porque es una obra, en primer lugar, valiente, en un país donde el valor no es frecuente; es valiente porque toca un tema que es “políticamente incorrecto”, pero lo “políticamente incorrecto” a veces es mucho más importante y mucho más trascendente de lo que pudiera ser lo “políticamente correcto”.
Este libro es, en primer lugar, un libro valeroso en una sociedad que no se caracteriza por su valor. En segundo lugar, es un libro macizo; detrás de éste hay un estudio, un profundo análisis y, seguramente, muchas horas y años de trabajo. Es un libro importante; es un libro que todos los chilenos —no nos hagamos ilusiones— debieran conocer, porque arroja luces sobre la historia. Los pueblos que olvidan su historia están condenados a reviviría y ocurre que después de veinticinco años de democracia, gran parte de los chilenos cree en el mito de que hace cuarenta años una usurpación instigada terminó con el mejor de los gobiernos que ha tenido Chile. Calculen ustedes si eso es sostenible, cuando el presidente Allende es, sin ninguna duda, el peor presidente que haya tenido la República desde su fundación. Entonces, la verdad de las cosas es que por eso este es un libro importante y es por eso que yo, de todo corazón, se los recomiendo como estudio y como lectura.
Muchas gracias.
Orlando Sáenz Rojas.
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