miércoles, octubre 02, 2013

GLORIOSO EJÉRCITO DE CHILE.



A propósito de este mes de la patria que recién se nos fue, me parece, con honestidad, que el glorioso Ejército de Chile –y el conjunto de nuestras Fuerzas Armadas y de Orden, por extensión– merece un reconocimiento mucho mayor que aquel que parte significativa de las élites de nuestra sociedad les brinda. Las razones para ello son amplias. Entre otras, porque la forja de nuestra nación, su identidad y permanencia en el tiempo son absolutamente inseparables de la historia de su Ejército. Este ha sabido salvaguardar con valentía la soberanía e integridad del país toda vez que la amenaza externa así lo ha requerido cubriendo, de paso, con honra a su pueblo. Ha desempeñado desde siempre una función social estimable en tiempos de paz, de forma destacada en las zonas más apartadas de la geografía nacional y encomiable ante los desastres naturales que suelen asolar al territorio y a su gente. Ha colaborado permanentemente en campañas de salud y asistencia a habitantes de zonas aisladas, etcétera. En los últimos lustros, ha dejado en alto el prestigio de Chile a través de su destacado desempeño en distintos lugares del orbe como parte de las fuerzas de paz de la ONU.
Se trata, además, de una institución reconocida internacionalmente por su profesionalismo, seriedad y ánimo de entendimiento con la civilidad. Nuestra historia muestra con claridad que el afán de poder político, la asonada y la injerencia indebida en los asuntos propios de la esfera civil no han sido nunca parte constitutiva de su espíritu dominante.
Casi con seguridad, los atributos antes aludidos hacen que la ciudadanía reconozca y respete ampliamente el valor del Ejército, y manifieste abiertamente afecto a sus miembros. Es más, que lo sienta suyo. Durante la semana pasada la realidad mencionada ha quedado, una vez más, demostrada con largueza. Es lo que expresan, por lo demás, las encuestas sobre confianza pública en las instituciones de la República.
Sin embargo, en ciertas élites, en particular dentro de la política y los medios de comunicación social, se echa de menos una disposición similar a la que alberga el sentimiento popular. Allí el Ejército de Chile ha sido convertido por algunos en motivo de discordia permanente que va más allá de lo razonable. Por las violaciones de los derechos humanos durante el gobierno militar, argüirán inmediatamente los mismos. Nadie sensato puede cohonestar las que hubo. Pero, tampoco se trató de un “régimen del terror” como hay quienes hábilmente han logrado estampar a fuego en la opinión pública. En este contexto, hace falta que esos dirigentes hagan un sincero mea culpa y, consecuentemente, cambien sus argumentos, valoraciones y conductas. Ocurre que siguen “pegados” 40 años atrás y, las más de las veces, “echándole la culpa al empedrado”. Da la impresión que todavía no quieren –o derechamente no les conviene– reconocer que el 11 de septiembre de 1973 no se originó en la ambición desmedida de un puñado de generales golpistas, sino en la incapacidad de la propia dirigencia política, que venía evidenciándose desde años precedentes, para dar cauce eficaz y pacífico a la solución de los problemas que debían ser enfrentados en la sociedad chilena.
Literalmente, las Fuerzas Armadas actuaron presionadas por un amplio clamor popular, la declaración de inconstitucionalidad del gobierno de la época establecida por las instituciones competentes, y por la innegable crisis generalizada que conducía a pasos crecientes hacia una conflagración fratricida.
Esa es la verdad, hoy tan distorsionada u olvidada. También en ese momento, el Ejército y las demás ramas de las Fuerzas Armadas supieron asumir la responsabilidad que les cabía como garantes últimos de la unidad de la patria. Y después, en su conjunto, gobernaron con acierto y transformaron grandemente y para bien al país que habían recibido al borde del descalabro. No era pensable, sobre todo en los tiempos iniciales, que no hubiese muertos ni heridos. Y los hubo de ambos bandos, aunque hoy unos sean presentados como ejemplo de martirio y los otros, que mayoritariamente nunca imaginaron que llegarían a verse envueltos en estas lides, pasaron al olvido más rotundo. Para ellos y sus familias no han existido los derechos humanos. Sólo el cumplimiento del deber: como se espera de un buen soldado. A quienes objetivamente se “arrancaron con los tarros”, lo que les corresponda en justicia. A quienes no, lo mismo: justicia, no venganza. Al Ejército de Chile lo que cabe,summa summarum: gratitud y comprensión en el presente. Hacia el futuro: ayudarlo a ser cada vez mejor lo que ha sido hasta ahora con excelencia: orgullo para la nación. Es lo que merecen esos auténticos profesionales que se preparan para la guerra y que siéndolo nos aseguran la paz. Esos oficiales, clases, soldados profesionales y conscriptos. Ellos y ellas. Hijos valerosos de la patria, dispuestos a dar su vida por ella, en fin, por todos nosotros.
Vayan estas líneas como un homenaje a una institución profundamente querida y admirada por su pueblo, pero tantas veces inicuamente mal tratada por unos pocos, tal vez con intenciones diversas. Dios y sus conciencias sabrán. Sean, asimismo, un gesto de aprecio a sus miembros, personas que, en general y con sacrificio, únicamente buscan servir a su patria siendo fieles a su vocación y al juramento a la bandera que un día prestaron para siempre.
Alvaro Pezoa Bissiéres.
VivaChile.org

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