jueves, septiembre 05, 2013

1973: ¡QUÉ COSAS SE DICEN!.




"El mismo Larraín insinúa que lo que hubo fue un deliberado intento, perfectamente planeado y ejecutado con enorme energía, por convertir a Chile en una sociedad comunista. ¿Qué otra cosa podían querer los dirigentes marxistas de esa época sino lograr sus objetivos?...".

 Apasionante oficio el de los historiadores. Tenemos que identificar el núcleo de un problema y colocarlo en una perspectiva amplia, dentro de un gran proceso; y, finalmente, hemos de usar un lenguaje que explique: lo nuestro no es dulcificar ni pacificar. Si hay que mantener una herida abierta, porque es la única manera de que pueda cicatrizar sanamente, lo haremos. Aunque nos amenacen con la cárcel los que solo piensan en la venganza.

Son muchos los errores históricos que se cometen en estos días. ¡Qué cantidad de afirmaciones contrarias a las evidencias con las que trabaja el historiador!

No se debe juzgar intenciones, que, con toda seguridad, son rectas. Pero eso no basta, porque al hablar, esas palabras —y por cierto, estas también— causan efectos, y eso hay que pensarlo antes de emitirlas. Es parte de la integridad de la actividad pública: por muy bien intencionado que sea lo que cada uno diga, hay que meditar si, al fin de cuentas, es verdadero.

El primero que se ha equivocado es el Presidente Piñera. Ha afirmado el Mandatario que hubo fuerzas políticas que “debilitaron la democracia”. Hasta ahí llegó. No quiso decirlo con todas sus letras: la UP fue un intento por convertir a Chile en una sociedad comunista. “Debilitar la democracia”: ese es el límite que le parece razonable al Presidente para interpretar el 11 de septiembre. Pero cuando se quiere jugar el papel de estadista conciliador, la verdad se escapa; y cuando la verdad se fuga, los liderazgos se esfuman.

Ha errado también Óscar Guillermo Garretón. Su aparente buen análisis queda contrastado con una afirmación tan insólita como esta: “La violencia fue culpa de todos”. No, simplemente, eso es inaceptable, porque hubo quienes propiciaron la violencia de palabra, la ejecutaron de obra y la validaron una vez perpetrada: fueron los marxistas. Otros se defendieron y su única responsabilidad consistió en triunfar. Los berlineses en 1953, los húngaros en 1956 y los checos en 1968 habían intentado, sin éxito, oponerse a la dominación comunista. En Chile, resultó.

No acierta tampoco Joaquín García-Huidobro, cuando afirma que la mirada historiográfica señala que los marxistas fueron “gente que de un día para otro quiso hacer la revolución”. Nada de eso: se ha mostrado que fueron décadas preparándola, décadas sembrando el odio, décadas advirtiéndonos que nos iban a derrotar para hacer de la revolución una ciencia exacta. Por eso, la conclusión de García-Huidobro falla por la base: es imposible escribir una historia a cuatro manos con los marxistas. Ellos creen que la UP era un proceso histórico inevitable; nosotros la vemos como un deliberado intento de dominación.

Y nos queda Hernán Larraín. Que cada uno pida perdón por lo que quiera, siempre que sea concreto y determinable y que, además, signifique reparaciones específicas. El punto no es ese aquí. Lo que al historiador le llama la atención de sus declaraciones es esta afirmación: hubo una “crisis política, económica y social que los líderes de la época fracasaron en evitar”. Pareciera que había una fuerza cósmica, suprapersonal, con la que nadie pudo lidiar, una especie de ley histórica que requería de políticos excepcionales. No. El mismo Larraín insinúa que lo que hubo fue un deliberado intento, perfectamente planeado y ejecutado con enorme energía, por convertir a Chile en una sociedad comunista. ¿Qué otra cosa podían querer los dirigentes marxistas de esa época sino lograr sus objetivos? ¿Hubo algo más evidente que su consecuencia entre fines y medios?

Y quienes se opusieron —Aylwin y Frei incluidos—, ¿podían hacer algo más que enfrentar esa agresión para salvar a Chile?

Gonzalo Rojas Sánchez.

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