jueves, abril 11, 2013

ADIOS A LA DAMA DE HIERRO: THATCHER, O EL LIDERAZGO.



El primer y gran problema de las naciones en declive es la dificultad que tienen para analizar su propia situación: generalmente tiene su causa en aspectos profundos, pero es la crisis económica –su manifestación más superficial– la que llama la atención de políticos y opinión pública.
Usualmente, incapaces unos y otros de ver más allá de las cifras de paro o de endeudamiento, se dejan llevar por las urgencias del día a día, tratando de atajar los problemas conforme van surgiendo. Y haciendo o exigiendo no lo deseable sino lo posible. Como es natural, esta cortoplacista y superficial forma de entender la política, tan presente en las democracias contemporáneas, lejos de frenar la decadencia, acostumbra a acelerarla.

En la Europa de los años setenta, Gran Bretaña era el país de esa decadencia: una crisis económica que le llevó a pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional; un Estado del Bienestar que desangraba la economía; un Gobierno laborista contemporizador con una situación progresivamente degradada; unos sindicatos todopoderosos y dueños intransigentes de la calle; y un partido conservador dividido y desmoralizado, incapaz de ofrecer una alternativa real, con Heath más preocupado por aguantar políticamente vivo que por tratar de cambiar de rumbo a un país que se deslizaba por el tobogán de la historia en tiempo récord.

En medio del pesimismo y del desconcierto, nadie parecía capaz de atajar el deshonroso declive británico, porque nadie en realidad era capaz de detectar que el problema estaba detrás del invierno del descontento, detrás de las cifras de desempleo y detrás de la parálisis estatal: era la pérdida de valores. Más aún: era la pérdida de los valores conservadores que hacían a Gran Bretaña distinta de la Europa continental. El Estado de Bienestar se había convertido desde la postguerra en algo incontestable, a cuyo consenso habían sido arrastrados los propios tories. La pérdida del sentido del deber, del esfuerzo, de la responsabilidad, del patriotismo, del honor había convertido a Gran Bretaña en una nación débil, frustrada, pesimista y desorientada.

El éxito de Thatcher, del que surgirían todos los demás y por el que es unánimemente reconocida –excepto por el progresismo más sectario–, fue la restauración del liderazgo político. Lo recuperó a partir de sus dos componentes esenciales. En primer lugar, la claridad política e intelectual en relación con principios y valores: el carácter inviolable del derecho y el deber de la persona para elegir su destino; la superioridad de la familia, la comunidad y la sociedad sobre el Estado; la necesidad de una Gran Bretaña fuerte y segura en el mundo; y la lucha contra el totalitarismo que había convertido la mitad Este de Europa en un inmenso universo concentracionario. Su confluencia con Ronald Reagan en este último punto se explica, en realidad, por su confluencia en todos los anteriores.

En segundo lugar, el liderazgo exige voluntad para perseverar y mantener esos principios en circunstancias tanto fáciles como difíciles. El liderazgo de Thatcher no sólo no fue fácil: fue terriblemente complicado. Paro, recesión, caída del PIB, encuestas desalentadoras. Se enfrentó a los mineros en las calles, a los laboristas desde el Parlamento y a las inercias de su propio partido desde Downing Street. En episodios como la guerra de las Malvinas, impuso un criterio claro y rotundo a no pocos miembros de su Gabinete y de las Fuerzas Armadas, que no creían que fuese posible recuperar las islas.

Lo fue, y Gran Bretaña lanzó un mensaje claro y contundente, que iba más allá del valor de un trozo de tierra situado a más de 10.000 kilómetros de Londres. En el exterior, mostró la determinación británica de defender sus intereses, que pasaba por enfrentarse a las dictaduras, despóticas como la argentina o totalitarias como la soviética. En el interior, por la reivindicación de la determinación, el esfuerzo, la responsabilidad como claves de éxito personal, social, económico, institucional y nacional. Y el legítimo orgullo asociado a todo ello.

Levantó económicamente a Gran Bretaña, pero lo hizo porque la levantó de la postración moral e intelectual. Y lo hizo porque, a diferencia de los que en el laborismo y en su propio partido veían languidecer el país en la década anterior, ella no se resignaba.

Lo malo es que los grandes líderes no acostumbran a ser reconocidos cuando pueden disfrutar de este reconocimiento. Al final, la burocracia del Partido Conservador desplazó a la Dama de Hierro; la derecha más aristocrática apeó a la hija del tendero. De mala manera y en un doloroso proceso. Ha sido la historia la que, con posterioridad, ha colocado a Thatcher en el lugar que le corresponde, entre el puñado de grandes políticos del siglo XX.

El liderazgo encarna en personas determinadas en momentos determinados, que no garantizan continuidad. Pero al mismo tiempo los grandes liderazgos trascienden el momento. Corrigen tendencias y configuran el futuro: si antes de su llegada al poder el Partido Conservador aspiraba a duras penas a sumarse a la corriente laborista, tras ella fue el laborismo el que tuvo que adaptarse a las recetas thatcheristas para volver a gobernar. Thatcher pertenece al ADN de la Gran Bretaña que enfrenta el siglo XXI.

Así es que hoy, cuando la Europa continental deambula en una situación de patética decadencia económica que esconde una profunda crisis de valores, el liderazgo conservador de Thatcher se muestra tan urgentemente necesario como dolorosamente lejano.

OSCAR ELÍA.
DESPIERTACH.

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