domingo, abril 14, 2019

UN FALLO IDEOLÓGICO TAMBIÉN ES PREVARICACIÓN.



Por estos días, todos los ojos están puestos en el rápido y prolijo trabajo investigativo que la ministra Rosa Maggi está llevando a cabo en la Corte de Apelaciones de Rancagua, el palacio de la coima. Sin embargo, hay que agudizar la mirada sobre la orden que recibió del presidente de la Suprema, en cuanto a "indagar en todo Chile".

Por lo que ya se conoce, los tres ministros indagados en Rancagua no tienen salvación: se alegarán de nuevo causas tramitadas por ellos, se les investiga sus cuentas corrientes, se revisan sus fallos anteriores y fueron expulsados de la masonería.

En buena hora apareció en la superficie de las turbias aguas de la Justicia chilena la punta de un iceberg que, por años, todos sabían de su existencia, pero que, por temor o inhibición, nunca nadie quiso ver.
Conscientes todos de la falta de neutralidad de la Justicia, llama la atención que, en vista del caso de la Corte rancagüina, el progresista presidente de la Corte Suprema, Haroldo Brito, les haya recordado a sus colegas jueces "el deber de la imparcialidad". Estando a cargo de un tribunal en lo penal, pese a las abundantes y categóricas pruebas de desfalco, no quiso enviar a prisión a un conocido dirigente del fútbol y empresario radial por haber sido "interventor" de un banco durante la Unidad Popular.

Habrá que recordar que como presidente de la Asociación Nacional de Magistrados (ANM), Brito politizó el Poder Judicial y se encargó de que la Academia de Formación fuera debidamente infiltrada por la izquierda. 
Hoy la ANM es presidida por la ministra de la Corte de Valdivia, la progresista Soledad Piñeiro, que en la última elección gremial reemplazó en ese cargo al también progresista juez laboral, Álvaro Flores.

Puede resultar difícil de entenderlo, tras el repudiable capítulo de la Corte de Rancagua, pero la coima no es el mayor pecado de la Justicia chilena. Aunque no todos -como quedó en evidencia-, los jueces se cuidan mucho de los incentivos económicos directos.
 El gran drama de arbitrariedad de la Justicia chilena radica en la prevaricación, esto es, "fallar a sabiendas en forma injusta", lo que se da comúnmente  en nuestros tribunales, dado el tráfico de influencias por algún tipo de afinidad.

Ello no estuvo exento en el escándalo de la Corte rancagüina, pues, en el caso específico de Emilio Elgueta, él era un protegido de, al menos, dos "supremos" masones como él.
La otra sincronía que aún prevalece en la Justicia es la homosexual. Uno de los más terribles ejemplos de ello fue el ocultamiento del homicidio de Jorge Matute en Concepción. La red de protección de personalidades gay de la ciudad obstaculizó la investigación, al punto  que cuando los involucrados fueron falleciendo, recién se despejaron algunas vías para dar pistas sobre los autores intelectuales del crimen.

Una de las sentencias más descabelladas de los últimos tiempos estuvo vinculado a este tema. Por "negligencia" -¡qué tremendo delito!- e "ilícito civil" se benefició con una indemnización millonaria a los tres jovencitos que, en su adolescencia/adultez se dejaron manosear por el cura Fernando Karadima. El arzobispado de Santiago tendrá que vender propiedades para recaudar los $300 millones de compensación con que se premió al trío denunciante de "acoso".

Un notario de Santiago fue denunciado por adulterar un testamento, motivo inapelable de expulsión. En su calidad de gay, recurrió a un ministro también gay de la Corte de Apelaciones y sólo lo suspendieron.
La Suprema -eso es así- castiga periódicamente a los jueces sorprendidos en  falencias administrativas o malos comportamientos, pero (casi) nunca por prevaricación, que son los fallos que afectan injustamente a una de las partes, y no necesariamente a cambio de una coima.

Ha sancionado casos por autorizar a un funcionario a dos meses de permiso con goce de sueldo; por abandonar una audiencia para ir a dar clases a la Academia Judicial; por conducir en estado de ebriedad; por acoso laboral; por atraso en dictar sentencias; por negarse a realizar comparendos y por falta de reserva acerca de un juicio a su cargo.

Estos ejemplos de medidas disciplinarias son frecuentes durante cada año judicial, pero son escasas las denuncias de la magnitud de las formuladas en contra de los ministros de Rancagua, agravada la situación por la injerencia directa de un senador socialista, Juan Pablo Letelier, que recurrió de queja a Jorge Abbott, titular del Ministerio Público, para impugnar el hostigamiento del fiscal regional de O'Higgins en contra de los ministros...
Letelier también estuvo involucrado en otro escándalo judicial en Rancagua, el de plantas de revisiones técnicas.

Este solo hecho, su injerencia,  basta como comprobante indesmentible de que la peor enfermedad de la Justicia es su contaminación con la política, y particularmente con la izquierda. La historia moderna de los tribunales está colmada de muestras de la parcialidad ideológica del sistema: jueces y ministros "interpretan" las leyes según su particular mirada partidista. Archivar causas hasta que prescriban ha sido el gran refugio de conocidos personajes progresistas, en tanto se ventilan, y con la debida exposición pública, los procesos en contra de los adversarios políticos.

La ministra investigadora Rosa Maggi recibió una instrucción alentadora para la ciudadanía: que investigase "todo", y a lo largo y ancho del país. Para que ello sea posible, necesita denuncias con nombres y apellidos, y eso se percibe muy difícil, precisamente para no ser víctima del viejo refrán de "ir por lana y salir trasquilado". La magistrada indagadora tiene que actuar hasta que duela, como lo ha hecho en Rancagua, pero ojalá tenga conciencia de que la  prevaricación no se da sólo por coimas. Lo es cualquier fallo torcido y mal intencionado hecho a sabiendas.

Quien mejor lo sabe es su propio jefe, el presidente de la Corte Suprema.

Voxpress.cl

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